Vive la France

AYER contemplé un arranque patriótico. Francés, naturalmente. Sucedió al llegar a París, cuando descubrí que me habían robado 400 euros. Una azafata se había llevado la maleta con el avión casi en marcha para guardarla en la bodega, pues no quedaba sitio en los compartimentos. Nuestra maleta fue devuelta semiabierta, con la ropa revuelta y la cartera limpia. Nos dirigimos apresuradamente al puesto de policía, donde nos atendió un francés lánguido de coloretes apagados que nos escuchó con desapego. «Puede ir a la pista o a la cinta a preguntarles. Puede incluso registrarlos: hay un 90% de probabilidades que el dinero lo tengan ellos», dije. «Estoy en París», insistí, «para descansar y ponerme bien de la cabeza. También para no morir, mentir y follar, que son los antimandamientos de su gran Céline». «Van a negar que tengan el dinero. Es mejor hacer un expediente administrativo», dijo el agente. Rellenamos vagamente unos papeles y al despedirnos, rateados como si hubiéramos llegado a Uganda, le dije a mi chica desplumada: «Bienvenida a Francia, mi amor». Lo que pasó después sólo se explica en un país de orgullo intacto. Como la jovenzuela que ligaba con nazis en el Rick's bar y acabó cantando La Marsellesa, a este agente se le subió el color a las mejillas, saltó de su puesto y nos avisó de que iba a la pista a interrogar a los operarios y supervisar las grabaciones de seguridad; no me gritó a la cara Vive la France por pudor. De camino a la ciudad le pregunté al taxista por mi joven Sarko. «Fuera, fuera», gritó en español. «Pues a ver si os lo mandan de gendarme al aeropuerto», contesté. Me entero a última hora de que va en camino. Más utilidad tiene un patriota en la calle que en palacio. Y menos peligro.