El problema de Cataluña

Rajoy ha estado convincente y hasta contundente en su investidura, dos virtudes que algunos sospechábamos dramáticamente ajenas al hoy ya presidente. En Cataluña, las primeras reacciones a los planteamientos del líder del PP no se han hecho esperar y los partidos catalanistas alertan del nuevo centralismo que viene. El líder de CiU en el Congreso, Duran Lleida, esgrimió como es habitual su listado de agravios y de quejas, que constituyen la querella que supuestamente mantiene el pueblo catalán con el conjunto del Estado.

No sé qué viene CiU a reclamarle a Rajoy ni al PP, después de haberles despreciado, insultado, criminalizado de un modo tan atroz y sistemático; después de haber puesto en duda su compromiso democrático y de haberles tratado de enemigos de Cataluña. No sé a qué vienen estas exigencias de última hora a un hombre que no hace ni 24 horas que ha sido investido presidente, después de haber apoyado casi gratis a Zapatero todos estos años.

Pero hay algo en el fondo todavía más grave, todavía más insultante. Las reclamaciones de Duran, fueron, en esencia, las mismas que CiU viene planteando desde la recuperación de la democracia. Y responden al mismo espíritu en el que históricamente se ha basado el catalanismo político desde su Renaixença a finales del siglo XIX. Cataluña ha tenido 120 años para darse cuenta de que lo que quiere no van a dárselo. 120 años para comprobar que hay muchos catalanes que no saben si se sienten más catalanes que españoles, pero ningún español que no tenga muy claro lo que se siente y lo que España es y quiere ser. Cataluña -y el catalanismo político- han tenido más de un siglo para intentar sumar una sólida mayoría que quisiera separarse de España, una mayoría dispuesta a afrontar el conflicto y a ganarlo. Pero se ha hecho todo lo contrario: rehuir la confrontación a cualquier precio con el pretexto de no dividir a los catalanes y con el argumento de que un referendo secesionista, seguramente, lo perderían.

Entonces, ¿de qué estamos hablando? Cada nación que ha conseguido su libertad lo ha hecho pagando el precio, un precio en ocasiones altísimo y sangriento. Cada grupo de hombres y de mujeres que han querido variar el orden establecido han asumido que no sería fácil y que tal vez tendrían que responder con sus vidas. El catalanismo -político y ciudadano- practica una épica de clicks de Playmobil y quiere la gloria sin esfuerzo, la revolución sin romper la porcelana.

El presidente Rajoy tiene todo el derecho a implantar su modelo de España fuerte y unida, y es un escándalo sin precedentes que le acusen de centralista los que no han tenido la valentía de plantear su modelo de Cataluña también fuerte y unida, y libre, y presentarse con esta propuesta a las elecciones. «Es que si lo hiciéramos, perderíamos», dicen.

Y entonces, te lo vuelvo a preguntar, ¿de qué coño estamos hablando? Somos lo que defendemos, lo que arriesgamos. Colectiva y personalmente. Todo es culpa nuestra y todo es nuestro mérito. Cualquier excusa es falsa y quejarse es de perdedores y de farsantes. Son una cosa y lo mismo sentimiento y destino.

El problema de Cataluña no es España, es Cataluña. Cada pueblo es lo que su gente está dispuesta a sacrificar y a luchar. Las agallas y el honor de los catalanes dan para una región moderniqui y arregladita, con folclore reivindicativo para las noches de copas y los fines de semana.