La tarde de Umbral

HASTA el columbario de Umbral, en La Almudena, fuimos sólo una decena de personas aquel 29 de agosto. Caía en punta un calor amarillo. Pedro J. llegó en su coche de hormigón. María España en un auto con tres familiares. El fotógrafo Alberto Cuéllar en moto y yo empotrado en el coche fúnebre, con los enterradores flipando, tras hacer autoestop en la puerta de las cremaciones para llegar al nicho. Me quedé tirado al ir a mear y tenía que hacer la crónica, así que invadí el primer furgón que pasó, el de Umbral. Creo que fue aquel día el que hablé por primera vez con el J. De periodismo, de literatura.

Por entonces, un diario podía tambalear un Gobierno. Nunca al revés. Era posible mantenerse como contrapoder al Estado. La democracia no se reducía a una versión baja en sal del atraco de las castas. EL MUNDO andaba forjando una guardería de periodistas de pasión desatada. Nenes con la única lealtad posible, la que tiene por eje la crítica como principio. El J. dirigía esa orquesta. Hay dos generaciones en el oficio que se han confeccionado a su vera. Soy parte de la última. Y le debo a este hombre, tan escaleno en los afectos, la certeza de haber aprendido sin tregua y el cumplir algunas de mis aspiraciones. Escribir en este hueco. Hacer cientos de entrevistas. Y no tener que madrugar, gimnasia tan lujosa.

Si algo imanta del J. cuando lo tienes cerca (18 años) es confirmar que para un buen periódico sólo hace falta papel, tinta, inteligencia, información y cojones (o desplegar la tundra del ovario, a elegir). Que conviene evitar dioses y amos. Que sortear traiciones es el alpiste de toda jornada. Que Nada es sagrado, todo se puede decir, como escribió Raoul Vaneigem. En los últimos dos años, como es aquí costumbre, este diario ha hecho palanca en la tarima flotante del Estado para que se vea la inmundicia: corrupción en todas las esferas, amenazas, evasiones fiscales, trinconeo. Un país de mierda... Pero demostrar eso en voz alta es incordiar demasiado. Claro que las empresas de comunicación llevan las cuentas tiritonas, pero a un director de dinamita lo tumba antes el rencor del poder que el balance. Y en el Gobierno leen algo más que el Marca.

No soy amigo del J., pero lo tengo por referente. Me soportó embates columniles con cintura. Con elegancia. Pensando él lo opuesto a lo que yo decía, pero dejándome pensar. Y eso no lo olvido. De los dos tira, además, el fervor por Larra. Lo cual es mucho. Fue un privilegio, comandante. Seguimos remando, Casimiro.