La otra elegancia

DE AQUÍ al 8, la actualidad nacional sólo tendrá un rostro, el de Cristina de Borbón. El foco está tan encima de ella que impide otras visibilidades. De esa circunstancia se beneficia su hermana, inmersa en la segunda edición de un noviazgo que, gracias al huracán Cristina, tiene el campo libre.

Elena de Borbón no es simpática, aunque vaya a los toros y tenga fama de flamencona. Ella siempre ha sido muy celosa de su vida y no juega a exponerse. Ahora, la Infanta de la espalda interminable disfruta de un momento dulce sin necesidad de que su guardia de Corps le espante a los moscones.

El pudor es una forma de elegancia. Una persona callada siempre es más elegante que una vocinglera, de ademanes aparatosos. Alguna gente nace con el sentido del pudor puesto, pero lo normal es que se adquiera por educación. Las infantas han sido educadas en la mesura, no hablan más de lo debido y controlan los gestos a la altura del codo. Les han enseñado a no hacer alardes con los sentimientos, así que nunca sabemos si están contentas o si las asfixia el sufrimiento. Sus risas y sus llantos son mudos. A veces, cuando las veo acosadas por las alcachofas desde el otro lado de la calle (más cerca lo impide su seguridad) pienso en el ejercicio de contención que despliegan para no mover un solo músculo. El hecho de que no hablen incrementa el interés por ellas. Es un viejo axioma: el misterio excita la curiosidad.

Greta Garbo no era infanta, pero se retiró del cine y no volvió a dar la cara. Los últimos años de su vida vivió dedicada a cultivar su mito, para lo cual levantó un muro de silencio. Si Garbo hubiera vivido hoy y los paparazzi la hubieran inmortalizado quitándose espinillas o recolocándose la faja, no habría llegado a las enciclopedias. Ahora las estrellas quieren alcanzar la gloria por el procedimiento de contar sus miserias conyugales o sus operaciones. No utilizan la inteligencia, no miden las palabras ni los gestos. Su exposición es pornográfica.

Solo las infantas conservan el misterio de las viejas glorias. El conocimiento que tenemos de ellas es tan limitado que recurrimos a las especulaciones. Pero en la era de la transparencia las especulaciones no bastan. Lo malo de las infantas es que no sabemos qué piensan de nosotros. Sólo lo sospechamos.