Informe Semanal

HACE falta despreciar el periodismo y subestimar a la audiencia para hundir en el sótano de la madrugada un programa como Informe Semanal. Varias generaciones hemos aprendido en su reporterismo. Y algunos hasta creímos algo más en este oficio después de piezas que denunciaban no sólo las averías del mundo, sino a sus culpables. El destierro de Informe Semanal no sólo es el fin de uno de los escasos programas potables de la deshidratada TVE, sino que indica el concepto que sus volátiles directivos tienen de los espectadores. Más o menos, como la Milana bonita de su share.

Creen que la televisión pública es suya. Creen que así cumplen con la misión encomendada, incrementando el suplemento de vulgaridad y nadería. Confunden criterio con servilismo. Esto no es del todo nuevo, pero nunca fue tan nocivo. Forma parte de la estrategia de idiocia que el Gobierno activó hace tiempo, donde la tele es otra locomotora para desinformar. Quizá la más eficaz. La pública está, hoy, tomada por concursantes. Gente que va a realizar sus modestas hazañas vulgares y vuelve a casa con un minuto de oro y un bocata ya blando. El periodismo aquí importa un huevo, aunque (en este caso) lo paguemos entre todos.

Informe Semanal llegó a ser incómodo. Tiene por concursantes a corruptos de todo pelaje, a los tíos de las guerras, a las putas escarchadas, a los clanes de la droga, a los niños abultados del hambre, a los pescadores mosqueados, a los mineros silicóticos, algún premio Nobel y algún muerto ilustre de los que no mueren hasta que Informe no los entierra. Pero esto ya no vende. Informar es aburrir. Y los espacios donde los ciudadanos dialogaban sensatamente con los ciudadanos no valen. Es mejor una programación osteoporósica para que un dadivoso perpetre una absurda obra de caridad y en su bloque lo vean, mientras el plató se llena de ancianos que aplauden lo que les mandan como si el presentador fuera Franco.

Se quieren cargar Informe Semanal porque cada vez es más difícil colar en los reportajes frases bonitas a lo Bertín Osborne. Y la solución es poner en esa misma franja horaria un bebedero de patos. Los patos, claro, somos tantos de nosotros. Los contribuyentes. Menos mal que creemos en el «servicio público» y el buen periodismo, ¿verdad, compañeros?