El Estado muerto y la Nación viva

NUNCA se ha visto con más claridad la verdadera naturaleza del problema político de España que este sábado 12 de Octubre, Fiesta Nacional y Día de la Hispanidad. Ante la putrefacción del Estado usurpado por la partitocracia, desmantelado por la corrupción y abandonado por las instituciones que deberían defenderla, la nación española, es decir, los españoles que se niegan a dejar de ser ciudadanos, ha empezado a asumir la defensa de sí misma. No cabe mayor contraste que el del desfile militar de Madrid y la concentración cívica de Barcelona. Mientras una escuálida representación de la Nación en Armas, sólo 2.600 soldados, desfilaba por la Castellana, la Nación desarmada, más de cien mil personas, salía a la calle en Barcelona. La ausencia del Jefe del Estado en ese estrado que colocan a 200 metros del público –no sea que a la plebe se le ocurra silbar a algún ministro o a algún miembro corrompido de la Familia Real– era la viva imagen de una institución que hace años que ni está ni deja estar, ni se tiene en pie ni deja levantarse a otros.

El Príncipe, teniente coronel que presidió el desfilín por deferencia del capitán general, brindó luego por el Rey y por España, o sea, por las ausencias más notorias. Del Rey no diré más, para qué. De España, hace tiempo que no se acuerda nadie: ni el Gobierno ni la Oposición, ese PSOE que es el gran traidor en este competidísimo torneo de traiciones. Y España, la nación, hace mucho que no espera nada de la Corona, del Gobierno o de la Oposición. Abandonada a su suerte por los figurantes del Madrid oficial, los españoles salieron a la calle donde menos se les esperaba: en Barcelona. Una polipatética o pateticómica diputada y senatriz del PP que el lunes pasado proponía la discriminación de los españoles, dijo ayer que la «mayoría silenciosa» ha empezado a hablar. Será la mayoría silenciada, pero no sólo por el separatismo, también por el Gobierno del PP y por la contumaz traición del PSC y el PSOE. Yo eché en falta, la verdad, a Bauzá y a Fabra, pero no en Madrid, con Rudi, sino en Barcelona, con Rivera. El separatismo catalán quiere robar parte de Aragón y Valencia y todas las Baleares. Y los que han de impedirlo estaban allí, como los viejos sefardíes, «solos de la soledad». Pero estaban. Y lo poco que somos, son.