Clic
Querido J:
El ministro Montoro hizo esta semana unas desagradables declaraciones sobre el cine español. Dijo que sus problemas con el dinero tenían que ver con la calidad de sus producciones. Mal cine, poco dinero. Estas declaraciones tienen muchos padres. Está el propio ministro, que busca su lugar en el mundo a costa de hacerse el antipático. Pas de problème. Yo lo comprendo perfectamente. Luego está la tradición del Partido Popular con la gente del cine. Aún creen que perdieron su hegemonía social y las elecciones del 2004 gracias a la cinematografía en pie de guerra no. La imputación es un abuso melodramático; pero lo cierto es que el PP aún clama venganza. Lo más importante, sin embargo, es la cuestión doctrinal. El ministro debe de creer, como tantos otros compañeros de su partido, que la calidad de la cultura viene determinada por el nivel de la audiencia. El cine español tiene mala taquilla porque no tiene calidad. Pero al mismo tiempo es de mala calidad porque no tiene taquilla: en realidad, la única prueba que ha utilizado el ministro para justificar su criterio estético es la taquilla.
Es un criterio. Cómodo, porque permite sacudirse de un plumazo muchas complejidades molestas. E irreprochable: la taquilla tiene un certificado de neutralidad y hasta de pureza que no tiene la subvención ni cualquier otro sistema compensatorio. Se trata, obviamente, de un debate viejísimo. Pero lo llamativo es hasta qué punto las tesis del ministro Montoro gozan de la celebración, y hasta de la adulación, de la modernidad. Muchos de los que critican sus maneras, a la derecha y a la izquierda, defienden, en la superficie digital, el insidioso clic. Tú vales los clics que tienes. El arte es un clic. Y la ciencia, que nadie se engañe. Aún recuerdo aquel pavoroso artículo del ex presidente de Extremadura, Rodríguez Ibarra, en la prensa socialdemócrata, en el que decía que era preciso acabar con la ciencia básica, que era una pérdida de tiempo y dinero. Que la ciencia solo debía ser aplicada. Como un escolar. Clic. Nada diferente dice el ministro.
Tengo aquí una didáctica lista de clics, que proviene del fondo de Manuel Aznar del que te mostré la semana pasada la melancólica carta de Pla. Es una relación, del mes de febrero de 1932, de lo que cobraron los colaboradores de El Sol, es decir, allí donde se gelificaba «la masa encefálica de la nación». En la lista está Pla. Cien pesetas de miseria, le pagaban. Pero, en fin, era relativamente jovencito y catalán. Para lo que nos ocupa lo interesante es la relación de los que ganaban más: Valle-Inclán (2.100), Luis Olariaga (1.750) y Unamuno (1.250). Especialmente Luis Olariaga. Quizá, como yo, no sepas quién era Olariaga. Un importante economista alavés. Y, según leo en la nota biográfica que escribió Jerónimo Molina, el que eligió Ortega para que desde las páginas de El Sol introdujera, ¡nada menos, Montoro!, la ciencia económica en España: una tarea a lo que se dedicó con obstinación y éxito. Que el sueldo de Olariaga estuviera solo por debajo del de Valle-Inclán (sus artículos eran en realidad las entregas folletines de El Ruedo Ibérico) no se integra con facilidad en la teoría del clic. Olariaga no cobraba por el número de los que leían sino por el interés de lo que decía. Es la diferencia entre regirse por el encéfalo o por el dedo índice. El Sol no vivía de los artículos de Olariaga —ni tampoco de los de Valle Inclán. El Sol, como negocio y como producto intelectual, vivía de una sutil trama de relaciones comerciales y culturales que es la que define el periódico moderno y que puede resumirse en esa corrupción feliz de que lo más leído ayuda a financiar lo mejor dicho. Esa interesante trama que el submundo digital está despellejando y sin la que tal vez ni Olariaga ni Ortega habrían podido llevar a cabo su objetivo intelectual. Y que, desde luego, no es la trama exclusiva del periódico sino del sistema cultural genérico que empieza a imprimirse con Gutenberg. Se aprecia bien en el negocio de los libros. Recordarás aquella carta de hace algunas semanas sobre Scott Fitzgerald. Del orgullo y la sorpresa de su hija cuando, muchos años después de que muriera su padre, observó sus obras completas limpias, brillantes y seductoras colocadas en los anaqueles de una librería. Recordaba la hija cómo su padre no había vendido apenas libros en su vida y la inenarrable sorpresa que se habría llevado con el cambio de tendencia. Si esos libros estaban en la librería era, en primer lugar, por su autor, al que no le venció la desmoralización. E inmediatamente después por su editor, que siguió pagándole anticipos a pesar de los fracasos comerciales. Cualquiera sabe que el caso de Scott Fitzgerald no es único. Estos casos plantean un arduo problema: ¿qué hacemos con los escritores que trabajan para el público del siglo siguiente? Esa incierta protección de la posteridad, esa concesión a la hipótesis de que el gusto de la actualidad no sea lo estrictamente determinante en la supervivencia de un artista, es uno de los rasgos más destacados del sistema cultural ahora amenazado. Afecta a los periódicos, a los libros, a la pintura, a la música, y también al cine. Admito, como te he dicho, los perfiles de corrupción, de chanchullo, que aporten. Y los vahídos estéticos. Es duro asumir que tu anticipo lo esté pagando Paulo Coelho. O lo que es lo mismo: que Punset pague ciencia básica con sus emocionalidades familiares. Comprendo a las mentalidades sumerias, sean las del ministro Montoro o las de los adolescentes digitales. Quieren cortar por lo sano. Pero el problema no es la infección que atajan, sino la que expanden.
Sigue con salud
A.