Una casa

Querido J:

Como sabes pasé la última jornada patriótica en México, en el DF, aunque eso sí, acompañado en todo momento por el biznieto de Companys para evitar cualquier reproche. Me acerqué incluso hasta el Orfeón Catalán, por si iban a encadenarse o algo, pero me dijeron que ya lo habían hecho en agosto, lo que me pareció tan laxo y marrullero como celebrar los cumpleaños fuera de día, en la primera fiesta cercana. Pelada esa viruta, me dediqué a los asuntos interesantes. Cenar en Pujol y Quintonil, dos lugares donde no has cenado nunca, y tómate esto, por una vez, en plan metafórico: hay cientos de lugares en el mundo donde no habrás cenado ni falta que hace porque allí se cena lo mismo que en otros cientos de lugares que sí conoces. Estos dos mexicanos, sin embargo, no se parecen a nada (¡bueno!: el segundo sí se parece al primero); y tiene gran mérito en estos tiempos en que la experiencia es un retuit. Pero aún más interesante que la comida fue la mañana en que la periodista Yaiza Santos me llevó a conocer la casa de Luis Barragán, en la calle del General Francisco Ramírez, barrio de Tacubaya. Y espero que sepas apreciar hasta qué punto eso supone novedad en mi vida, férreamente basada en que no hay mejor experiencia estética que la que entra por la boca.

Los detalles de la casa están en las enciclopedias, a un solo clic. Se acabó en 1947 y la Unesco dispuso que fuera patrimonio mundial de la Humanidad en 2004. Estoy por decir que es uno de los patrimonios de su género menos conocidos y visitados, lo que no hace sino multiplicar su interés, porque en términos estéticos cualquier cosa multiplicada por mil personas pierde mil veces su valor. Barragán, que vivió entre 1902 y 1988, perteneció, por atajar, al movimiento moderno y esa casa, que era su propia casa, es uno de los ejemplos mundiales de ese movimiento. Yo he visto en las revistas muchas casa modernas. Y he pisado, levemente, alguna. La Casa Schroëder, en Utrecht, de Rietveld. La Casa Rozés, de Coderch, en Roses. La de Utzon, en Mallorca. La de César Manrique, en Lanzarote. Los pisitos de Le Corbusier: sus unidades habitacionales de Berlín. Todas son obviamente ejemplares. Pero frías. Ojo. Ya sabes que soy un gran partidario de la frialdad. Cada vez más. Cuanto más caliente me ponen. Pero esta casa de Barragán era moderna y tibia. Una celda franciscana, pero confortable, algo dificilísimo. Sin corrientes de aire. Con jardines interiores. Hay un momento en que no sabes si el jardín está dentro o la casa fuera. Pensé que una de las claves estaba en la luz. Esos tabiques de luz natural que construía mediante añagazas técnicas, casi jugarretas, reflejos como trompadas, en la pared. Y también las escaleras interiores. Qué humilde solemnidad de escaleras. He tenido una cierta decepción, de vuelta a casa, al releer en Todo es comparable el capítulo Responso por la escalera, donde nuestro estupendo escritor Óscar Tusquets debe de enumerar un centenar de escaleras. Una enumeración gloriosamente culminada, por cierto, con la escalera por donde bajaba, Dios santo, Forma Divina cantada por Gigli, Claudia Cardinale en La chica de la maleta. No están en el capítulo de Tusquets las escaleras de Barragán, tomadas de las viejas haciendas españolas, y cuyo destino es ninguna parte (casi más apoyaderos de cosas, cachivaches, que escaleras), y es olvido imperdonable.

La casa de Barragán se confunde perfectamente con su entorno exterior. Eso quiere decir que su piel, para reproducir el lenguaje de arquitecto, es más o menos la misma que el anodino conjunto donde se enclava. Uno de esos no man’s land de las ciudades donde cualquiera podría ser otro. De modo que el primero y quizá más turbador de sus efectos es, precisamente, acceder al descansillo, dejando atrás la fachada y la espesa vulgaridad del mundo. Durante mi visita este efecto fue glosado con orgullo por la señorita anfitriona. Estos rasgos aparentes de humildad gustan mucho en todo tiempo. El arquitecto, que se mimetiza con el ambiente y renuncia al islote singular en un océano atonal. El arquitecto que hace ciudad más que arte. Pero a mí me pareció todo lo contrario: una suprema y refinada muestra de aislamiento. El mundo sin ventanas de Barragán no dejaba de ser una muestra de deliberada ignorancia. Pensé esto mismo, días después, en la Biblioteca Vasconcelos del barrio de Buenavista, obra de Alberto Kalach. La biblioteca, dirigida con fiebre cívica por Daniel Goldin, está en un barrio discutible. El chófer que me llevó no me dejó bajar a dos manzanas del recinto. Yo estaba asqueado del atasco e iba a llegar mucho antes andando. «No baje», me dijo, «porque pueden abrazarlo, obligarle a que se meta en un coche y sabe Dios cuántos trozos de usted pueden repartir luego por la ciudad», sintaxis muy directa para tratarse de un mexicano. Cuando vi el edificio comprobé que era su singularidad, su arrogancia frente al ambiente degradado, la que contribuiría a acabar con la mala vida de Buenavista. Luego Goldin me confirmó el augurio: han llegado a cruzarse por sus estanterías ingrávidas más de nueve mil personas al día.

Hay que ser modesto con la modestia. Es un específico del que convienen dosis homeopáticas. Yo me lo aplico siempre con mucha prudencia. Pero, en fin, esto es irrelevante. Salí de la casa de Luis Barragán convencido de que todo hombre tiene la obligación de hacerse su casa. El inquilinato es el concubinato. Alegres tránsitos. Si algún día, querido amigo, decides sentar la cabeza, ve antes a Tabucaya y toma medidas.

Sigue con salud.

A.