Precio de la moneda

Entre Barcelona y Madrid sólo hay monólogos yuxtapuestos y diálogos absurdos. Hay quien piensa que España no esgrime ante el plante de Cataluña otro discurso que el reproche de la amante abandonada y despechada de la alegoría orteguiana o la pasión alharacante, vocinglera, destructiva a la que aludía Azaña. ¿Qué hacer, qué decir para disuadir a millones de ciudadanos de que no nos den puerta?

En los almuerzos de la Villa se habla del clan del Pinyol, el trío de la barretina y la gasofa formado por Jordi Vilajona, ex vicepresidente del Congreso, partidario de no volar los puentes, el carlistón Francesc Homs, consejero de Presidencia favorable a la insurrección, y David Madí, de la dinastía de la crema de afeitar Floid. «Ésa es la guardia pretoriana, y detrás de la estelada están los patriotas evasores», dice uno. Contesta el otro: «Ya no es necesaria la Brunete, ni militar ni mediática; lo que hay que hacer es enviar a los hombres de negro de Montoro».

Luis A. Balcarce, periodista cajetilla bonaerense, ante un arroz pelao, titularía la situación de Cataluña así: «Camino sin retorno». Tal vez acierte en el diagnóstico y ya sea tarde para amenazarles con su ruina, que será la nuestra. Ese argumento según el cual los catalanes se van a hundir con la independencia no está verificado. Si no tuvieran razón alguna para el alejamiento podrían responder como los viejos conservadores de la metrópoli, los que creían que la independencia se acababa con una bala para Martí y que se está con la patria con razón o sin ella.

Es verdad que sus sueños han menguado. Han pasado de la mitología de Prat de la Riba, la Prusia de España, el Mediterráneo germánico, a un suquet de verrugatos para turistas, un Estado-casino, un país-bungalow. Una Cataluña independiente sería quizá una catástrofe con fronteras y aduanas, fuera de las murallas de Europa. «Caería el PIB, se fugarían las multinacionales y los capitales», comenta el más radical. ¿Y quién puede asegurar que no edificarían una pequeña república platónica?

Definen su sueño como onírico, irrealizable, como una quimera, una alucinación, una utopía. Pero nadie sabe el final de la tragicomedia. Como dijo Zweig, las cloacas están abiertas y muchos ciudadanos, en el ensueño nacionalista, respiran su pestilencia como un perfume, esperan su tierra prometida, a sus alabarderos de capas moradas con plumas y tarimas.

Los políticos prometen. «Prometre no fa pobre» (Prometer no arruina). Pero contra las ilusiones gratuitas, contra todas las formas de demagogia, «existe un factor de seguridad indefectible: el precio de la moneda» (Pla). ¿Quién va a pagar su inmensa quiebra, su escandalosa deuda?