Venecia decadente
Algunos dirán que el título es tautológico, porque –desde hace siglos– Venecia con sus canales, palacios y grandes iglesias, ha representado el emblema mejor de la sofisticación lujosa, ergo decadente. Venecia siempre ha sido esplendor y ocaso y es natural que el mundo simbolista (a caballo entre el XIX y el XX) la tomara por emblema. Conocemos los fastos mórbidos que le atribuyó D’Annunzio y la calma belleza crepuscular sobre la que trató Henri de Régnier, nos faltaba uno de los decadentes franceses por antonomasia, de ancho influjo en el resto de Europa, el terrible Jean Lorrain (1855-1906), de escandalosa homosexualidad y atuendos, prosista y poeta enjoyado, periodista turbulento (estuvo a punto de batirse en duelo con Proust) amigo íntimo de la decadentísima Rachilde y autor de novelas de vicios y barro –preciosismo y naturalismo– como El burdel de Filiberto, Monsieur de Bougrelon o Monsieur de Phocas, además de relatos con el sugestivo título de Princesas de marfil y ebriedad...
Jean Lorrain estuvo en Venecia y quedó fascinado y angustiado por lo que vio. Esos escritos son los que recoge Periférica con el título de uno de ellos, Salvad Venecia. Lorrain estuvo allí por primera vez en 1898, de lo que da cuenta en carta a su madre (apéndice del presente libro) y luego, en 1904 y 1906, estancias que dan lugar a los dos textos largos. Como era esperable, Lorrain llena de ornamentos y rocallas doradas su prosa para cantar el pasado esplendor de Venecia, el palacio de los Dux, la gran iglesia de la Salute, los pórfidos bizantinos de San Marcos... El veneno de Venecia que probaron Byron, Musset, Wagner y Maurice Barrès. No duda de sus adjetivos: todo es «estremecedor y exquisito» y cita versos sonoros de su amiga la condesa Ana de Noailles. Pero junto a los jaspes, el mármol, Tintoretto o las soberbias balaustradas que transportan al esteta, Lorrain se da cuenta de que Venecia es vieja y casi todo está carcomido y agrietado.
El campanile, junto a San Marcos, se derrumbó en 1902 y tocó parte de las elegantes Procuratie. Por eso Lorrain no sólo se duele del turismo gregario que ya existía en la ciudad del León, sino de los proyectos (no se realizaron) que para dar solidez a la ciudad querían convertir los pequeños canales en calles peatonales de cemento.
Venecia no sería Venecia. Le entristece ver andamios y alpendes y, suponemos, que el esteta preferiría una Venecia sumergida: «Nacida del abismo, que Venecia vuelva al abismo y la perla al mar». Y cierto es que Venecia no ha cambiado mucho desde entonces: espléndida y herida, todo degrada el inmenso diamante acuático que fue. «Venecia, purulencia ardiente y melancólica». Como la decadencia –signo de renovación– es un valor para el esteta, no es raro que (ayer y hoy, ver el poema de García Baena) el exquisito adorador de lo bello se deleite allá y anhele su fin, mejor que verla en manos de las hordas bárbaras que nada saben y todo lo entenebrecen.