¡Señor, qué cruz!

Y escribió Engels como apólogo final en su manifiesto independentista: «Catalanes de todos los países, uníos. No tenéis nada que perder, salvo las cadenas». Y dieron los destinatarios del catecismo en hacer una cadena que no pudieran perder, una cadena humana a la que llamaron Vía Catalana. El president no lo sabe aún, pero esa vía que ha recomendado con tanto calor a sus correligionarios se da un aire a la Vía Dolorosa, también llamada Vía Crucis, en la que al final, el que peor parado sale siempre es el nazareno, por más que Artur, que algo se barrunta, haya decidido dejar pasar el cáliz, como ya hizo el año pasado con la manifestación de los dos millones por la independencia. Él anima a la peña, pero se queda en casa.

La Vía Catalana tiene también sus estaciones, y aunque pueda parecer una apreciación irreverente, más de un Jesucristo. Como en la Dolorosa, se alternan los episodios del camino con las caídas (electorales). Tengo para mí que la primera estación fue Banca Catalana. Después vinieron las ITV y otros negocios de los Pujol, el caso Pallerols, la parada del Palau, Pretoria, Prenafeta y otras pes. Mas también se ha caído tres veces, como el original.

Duran Lleida dice que no va, aunque marca distancias con el PSC, y es natural, habida cuenta de que ninguna de las estaciones contempla la pernocta en el Palace. El increíble portavoz Homs cree que el Gobierno de Rajoy está más receptivo, pero parece más un pálpito que una inferencia lógica. También piensa que Convergència y Unió están menos distantes de lo que parece, aunque no se explica por qué sólo apoyan la Vía Catalana el partido de Mas y el de su Cirineo, que es Junqueras.

Sólo faltan siete días para que la Vía Catalana, una cadena que unirá a los catalanes del mundo, sea un hecho. Y en esta pasión de catalanes, según feliz sintagma acuñado por Herrera, no parece haber nadie a quien pueda frenar el sentido del pudor, esa mínima prudencia que antaño se llamó seny. La españolada –y ésta lo es– remite siempre a una gran anécdota de Azcona. Trabajaba Berlanga en un guión que le prohibió la censura sobre un matrimonio que regentaba una librería religiosa en Segovia y al que el Vaticano II le sorprende con un stock de misales en latín. Atascado, llamó a Azcona para ver por dónde podía tirar y éste le dijo que la mujer convenciera al marido para que se quemara a lo bonzo en el Acueducto. Y mientras iban hacia el lugar del sacrificio, ella con la tea en alto, «digna como una bandera de triunfos y resplandores», que escribió el poeta, el marido arrastraba dos latas de gasolina con protesta resignada: «Que no puede ser, María, que ya verás como volvemos a hacer el ridículo».

Y mientras, ¿qué hace el presidente del Gobierno? Se lava las manos. Como Pilatos, pero con más cachaza, en la confianza de que Mas caerá por la ley de la gravedad. O si no, por su propio peso.