Tigres y tristes

Dicen los clásicos (en concreto Rocky III) que si uno pierde la mirada del tigre, se queda en nada. Otro clásico de otro género, Gustave Flaubert, hace una advertencia: «Cuidado con la tristeza, es un vicio». Estas, creo, son observaciones pertinentes cuando se trata de Iker Casillas, Diego López y su drama. Diego López, de momento, ha demostrado ser capaz de soportarlo todo.

Hablamos de un excelente portero que jugó en el filial del Real Madrid, calentó durante dos años el banquillo del Bernabéu porque en la puerta estaba Casillas, se fue al Villarreal y contribuyó mucho a la consecución del subcampeonato amarillo, accedió al banquillo de la selección (porque en la puerta estaba Casillas), fue traspasado al Sevilla y finalmente, con 30 años, volvió al Madrid para cubrir una lesión de Casillas. No pareció notar ninguna presión en su regreso. Luego, al curarse Casillas, López se vio envuelto en la guerra de José Mourinho contra el mundo. Y aguantó. Tuvo que soportar la cotidiana comparación con Casillas, que además de un gran portero es uno de los futbolistas más queridos en España. Y aguantó. Tuvo que escuchar los gritos a favor de Casillas en el Bernabéu, además de unos cuantos silbidos. Y aguantó. Iker Casillas ha sido campeón del mundo, ha ganado dos veces la Eurocopa de selecciones y dos veces la Liga de Campeones, ha defendido la portería del Real Madrid más veces que nadie y ha sido reconocido por la UEFA y la FIFA como mejor portero del planeta. No hay nadie en su puesto que disponga de un currículo comparable al suyo.

Dado que Diego López e Iker Casillas tienen prácticamente la misma edad, en igualdad de condiciones físicas la elección debería ser fácil: Casillas. Porque, además, es el último gran representante de la cantera madridista. A la hora de la verdad, la elección no es tan fácil. Hay que observar la mirada de Casillas. Es una mirada triste, huidiza. Como al principio de su carrera en el Real Madrid, parece inseguro. Sus problemas con Mourinho, su lesión en la mano y la pérdida de la titularidad le han afectado de forma indiscutible. Se le ve triste. Y nadie quiere un portero triste. Un portero puede estar loco (preferiblemente furioso), ser huraño, depender de las supersticiones, pero no puede permitirse el vicio de la tristeza. A Diego López, que ha soportado y sigue soportando una presión extraordinaria, no se le nublan los ojos. Debe estar cabreado, imagino, quizá desorientado, y experimenta probablemente unas emociones intensas. Nada de eso se nota cuando trabaja. Si acaso, como hace una semana, aflora un gesto de rabia contra la afición que vitorea a Casillas o contra su maldito destino, que le ha convertido en némesis de uno de los principales deportistas españoles. La rabia, a diferencia de la tristeza, resulta saludable para un portero. Cabe sospechar de algunas decisiones del último Mourinho, enfrentado a parte de su plantilla y a gran parte de la prensa. Con Ancelotti no valen sospechas. Acaba de llegar, se juega mucho en el empeño y necesita formar con rapidez un buen equipo. Elige lo que le parece mejor. Elige a Diego López. El portero gallego no posee (por poco) los reflejos de Casillas y sale un poco, sólo un poco, mejor que su rival en la portería. Pero mantiene la mirada del tigre. Casillas, no.