Marbella: lo que queda del mito

Muchos aristócratas prusianos y austrohún-garos terminaron sus días en la Costa del Sol. Ahora ya no te encuentras a Gunilla sino a la Cospedal comprando azúcar en el supermercado. Aznar toma precauciones, Ignacio González se oculta para no dar ideas, como Arenas y Mayor.

«Los españoles han iniciado un programa de hostigamiento oficial a los automovilistas en la frontera entre Gibraltar y España. Con detener, de forma arbitraria, un coche en la aduana durante un cuarto de hora pueden provocar un atasco impresionante; el objetivo es desalentar a la gente que quiere cruzar la frontera en coche. Si hay un mínimo de tráfico, la espera puede ser interminable. No es inusual pasar seis o siete horas sentado en La Línea».

Este texto es de Paul Bowles. Fue publicado en una revista de Filadelfia en los 60 (no aparece la fecha exacta) y forma parte de un libro inédito (Desafío a la identidad) que estará en las librerías dentro de nada. He llegado a él buscando alguna pista de Marbella. Bowles cuenta que estuvo por primera vez en la ciudad (entonces pueblo) en 1934, cuando aún no existía la Costa del Sol. El escritor apenas reparó en el paisaje. Vio montañas peladas, higueras, cañas, unos cuantos olivos y, abajo, playas de arena parda con barcos de pesca varados y las redes secándose al sol. Poco más. Lo que a él le gustaba era el perfil de los pueblos blancos recostados en las laderas.

Cuando regresó, años más tarde, ya se había producido el cambio. En todas partes asomaban grúas, mezcladoras de cemento y tuberías de alcantarillado. «El siglo XX ha echado raíces», escribió. Uno de los artífices del cambio fue Alfonso de Hohenlohe, ideólogo del glamour marbellí, una vertiente del lujo asiático pero al revés. El príncipe Alfonso creó el Marbella Club, que se convertiría en buque insignia de la flota hotelera del Mediterráneo. Una pared encalada y una explosión de buganvillas fueron el exponente de un lujo que atraía a los europeos más exquisitos.

Yo llegué tarde a los burros, pero vi cómo aquello se poblaba de escondites excelsos. En 1970 viví en Marbella, donde trabajé de becaria. Ya entonces habían empezado a desfilar los ilustres: Jean Cocteau, Deborah Kerr, los duques de Windsor, Audrey Hepburn, Sean Connery, Edgar Neville, etc. Durante mi estancia llegaron los Onassis, que atracaron en Sotogrande porque Marbella aún no disponía de puerto deportivo. Un fallo.

Una mañana de agosto los informadores fuimos conducidos a un secarral que daba al mar. Era mediodía y las piedras echaban fuego. Al poco aparecieron el Aga Khan y los Mónaco (Rainiero y Grace) para ejercer de testigos en la primera piedra de Puerto Banús. Parecía una broma de mal gusto. Nadie llegará hasta aquí, pensé yo, abrumada por la asfixiante visión del erial. Pasados un par de años, sin embargo, Puerto Banús ofreció sus amarres a los yates más poderosos del mundo.

Los príncipes europeos ya eran viejos entonces. Salían de sus guaridas al atardecer, bañados en colonia y vistiendo impecables americanas blancas. Los recuerdo en la barra del Marbella Club, con un martini en la mano mientras al piano alguien tocaba una melodía desmayada. Eran los últimos aristócratas de Prusia y el Imperio Austrohúngaro, muchos de los cuales terminaron sus días en la Costa del Sol.

Paul Bowles se impresionó con el relato que Alfonso de Hohenlohe hizo de la génesis de Marbella. El príncipe no era un hombre de negocios, pero acertó. Con la tierra que había comprado obtuvo beneficios del 400.000%. Pagó el metro cuadrado a 50 céntimos y lo vendió a 2.000 pesetas.

A la vuelta del siglo, Marbella se ha desbordado. Las grúas que había visto Paul Bowles cuando iba camino de Gibraltar, se reprodujeron durante la era Gil, el alcalde que amparó mayor número de despropósitos. La cal fue sustituida por el mármol y las buganvillas, por los falsos oropeles. Ahora ya no te encuentras a Gunilla regalando brillos en Mau Mau sino a la Cospedal comprando azúcar en el súper.