Un bosque invertido

«Crecí en un mundo en el que casi no habitaban las personas reales», escribe Margaret A. Salinger. Según un personaje de su padre, no vivía en un páramo «sino más bien un bosque invertido donde las plantas crecían bajo tierra». Se anuncian inéditos de Salinger, el hombre inédito. Margaret intentó presentarlo en El guardián de los sueños, un libro que sólo sube y baja cuando el que está al otro lado del balancín es Holden Caulfield. «Durante muchos años en mi vida se han creado cosas bonitas que han sido escondidas o rotas por la misma mano que las creó», dice. Esta noticia de nuevas obras de Salinger tiene para mí algo de final del verano. Como su mejor cuento, Un día perfecto para el pez plátano. Vengo observando que la lectura de periódicos amenaza con convertirme en Don Quijote: corro el riesgo de acabar creyéndomelos. He subestimado lo que no existe como si realmente no existiese, y he creído que aquello que se puede contar porque se ha vivido sólo esconde la realidad. A veces me veo como un defensa que ha perdido la espalda y corre campo atrás buscando una marca perdida definitivamente. Esto ha coincidido con la aparición adulta de un niño en casa. Un hijo crece entre mentiras y madura entre medias verdades antes de liberarlo como una paloma a la verdad, casi siempre con las patas atadas. El libro de Margaret es un libro delicado, hermoso y triste, como la novela de su padre, donde sin embargo sobrevive la esperanza de que, al no ser verdad, pueda serlo algún día. Holden creía que no se debía contar nada a nadie porque en el momento en que uno cuenta cualquier cosa empieza a echar de menos a todo el mundo. Al crecer uno puede crearse tales expectativas sobre sí mismo que ya no se levanta de la cama; he visto artistas potenciales poniendo los ojos en blanco como si viesen a la Virgen llevados en volandas no a la gloria sino a Urgencias. Escribir es un error, tal vez el más gigantesco de todos, pero en cuanto uno pone la mano en el folio es irreparable. Paty Cortés soñaba con recordar la primera vez que pronunció cada palabra. De haber sido pianista, Salinger tocaría dentro de un armario. A su hija no le extrañaba que su mundo estuviese vacío de personajes reales ni que sus protagonistas se suicidasen tan a menudo. Él murió a los 91 años.