Silencio

LA BASE de la civilización es la palabra. Pero la base de la convivencia es el silencio. Conviene no olvidarlo. Si nos leyéramos unos a otros el pensamiento, seríamos incapaces de soportarnos. No existirían parejas, ni familias, ni gobiernos, ni equipos de fútbol. No existiría sociedad. Incluso sin leernos el pensamiento, la sociedad se degrada cuando decimos cualquier barbaridad que se nos ocurre.

No me refiero a quien usa las redes sociales o los comentarios en los medios digitales como antes se usaban las puertas de los retretes. Anónimos o firmados, ciertos exabruptos se excluyen a sí mismos del debate público. Son sólo desahogos de frustración o recursos para entretener la diarrea. Ninguna importancia.

Lo que resulta inapropiado es descargar la rabia que pueden producir ciertas políticas, sanitarias o de otro tipo, o ciertos desmanes represivos, en consignas más o menos colectivas que reflejan un deseo de muerte. Está clarísimo que la inmensa mayoría de quienes defienden una sanidad pública (como es mi caso) desea también el restablecimiento de Cristina Cifuentes, la delegada del Gobierno, tras su grave accidente de tráfico. Que unos pocos pronuncien frases de mal gusto sólo consigue envenenar un debate que es un debate, no un combate hasta la exterminación física del adversario.

En el juego perverso del crimen verbal estamos más o menos todos. Desde los columnistas que escriben burradas agresivas para que se hable de ellos, hasta quienes invocan el patriotismo para vomitar su xenofobia, pasando por quienes usan en vano palabras como «genocidio» o «nazismo». Y en primera línea están los políticos, teóricos vertebradores del debate público: los políticos que proclaman que protestar contra algo es estar con ETA, los que calumnian, los que criminalizan las ideas que no comparten, los que mienten en nombre de la suprema razón de partido, los que se envuelven en la bandera para ocultar su incompetencia o su deshonestidad.

Hay quien percibe tras esta obscena cacofonía la reaparición de nuestra tradición guerracivilista. A mi me parece más bien incontinencia, grosería e idiotez. Nos hemos convencido de que la exhibición de nuestras peores bajezas tiene algún interés para alguien. Hemos perdido las formas. Estamos ofreciendo un espectáculo penoso.

¿No podríamos callarnos de vez en cuando? ¿No sería posible defender las ideas sin insultar a las personas? ¿No estaría bien que, por una temporada, simuláramos ser ciudadanos adultos de un país civilizado?