Los caballeros que dicen Bárcenas

Nada más acabar de hablar, Mariano Rajoy se dirigió al escaño mientras sus diputados aplaudían de pie y lo miraban como todos hemos soñado que nos miren alguna vez, preferentemente Beyoncé en lugar de Montoro. Tuvo que levantarse el presidente un par de veces más, como Plácido Domingo, y sólo después, recogido en una soledad estricta, puso dos carpetas sobre la mesa y sacó un montón de folios que golpeó la madera levantando polvo acumulado allí desde que Cela paraba las sesiones con el estruendo de sus gases mágicos. Rajoy agarró del maletín rotuladores de colores y los puso en horizontal encima de los folios. Marcó el desbloqueo del teclado de un iPhone, entró en una pantalla y la pellizcó ampliando algo, deslizando luego el dedo como si le estuviese bajando la cremallera a una señora; lo dejó en una esquina de la mesa y nada más apoyarlo volvió a cogerlo y a consultarlo de nuevo. El otro lo vio rápidamente tratando de cerrarlo a la vista con una mano, como hablan ahora los futbolistas en el campo. Tras eso, cogió un rotulador rojo y subrayó frases de uno de los folios en una especie de moviola de las mejores jugadas.

Para cuando levantó la mirada, Rubalcaba ya llevaba en el estrado 10 minutos. Rubalcaba siempre empieza a hablar 10 minutos después de abrir la boca. Ese fenómeno no coge por sorpresa a Rajoy, cuyo récord se cuenta por semanas, pero si ayer le importaba poco lo que dijese Rubalcaba era porque ya lo había dicho todo él. En un aparatoso giro táctico había decidido atacar a Rubalcaba con palabras del propio Rubalcaba. Hubo un momento en que se puso a escuchar a Rajoy con un gesto característico suyo, que es el de extender la mano en el aire boca abajo en forma de garra y quedarse así, al acecho, como si en lugar de un micrófono tuviese delante a un ratón. Rubalcaba lleva tanto tiempo en el Congreso que, con sus discursos en la oposición y en el Gobierno, se pueden montar dos legislaturas sin necesidad de nadie más. Estuvo bien, sin estridencias, porque ya sabía que dentro de 10 años alguien le atacará con sus frases más redondas. En realidad, Rubalcaba más que preso de su pasado es preso de su futuro. Fue lo que trató de explicarle sibilinamente Rajoy, que hizo una intervención brillante y seca, plagada de momentos suntuosos, antes de que alguien le dijese que, al decidirse interpretar a Rubalcaba, empujaba a Rubalcaba al papel de Aznar, a Bárcenas al de Amedo y a dos miembros de su Gobierno, escogidos al azar, a la cárcel de Guadalajara. A cada especie de práctica en el PP que podía levantar sospecha le añadía el latiguillo «como en todas partes» o «como cualquiera», en ese afán de excusarse «porque lo hacen todos». «Y si tus amigos se tiran por un barranco, tú vas detrás», le decía su madre a un amigo cuando volvía de copas. «Si mis amigos se tiran por un barranco», contestaba, «es que abajo hay un after». El PP lo mismo, pero con donaciones.

La sesión tuvo algo de épica porque fue el final de malévolos equilibrismos. Hasta ahora, Rajoy había mantenido en el caso Bárcenas la cara imperturbable del señor del bigote que asistió al dedazo de Mou a Tito. Era un rostro omnipresente fuera de tiempo y de lugar, casi metido con Photoshop, que es la sensación que algunos tienen del Gobierno: un arreglo fotográfico. Ayer fue valiente sin resultar temerario y agresivo sin ensañamiento, resultado de una actitud calculada. No trató de explicar lo inexplicable e hizo de ello una virtud costumbrista y desacomplejada; el homenaje a Felipe no fue recuperar al Rubalcaba noventero (el Rubalcaba del bakalao, o sea Rubalkaba), sino comportarse como él, tan consciente de sus puntos débiles que los convirtió en fortines. Cuando dijo por primera vez Bárcenas sus diputados empezaron a saltar gritando «Bárcenas, Bárcenas, Bárcenas», como Los Caballeros que dicen Ni, guardianes de las palabras sagradas. Volvería a repetir su nombre paladeándolo después de tanto tiempo que pareció un reencuentro afectivo con esas palabras de las que recordamos la primera vez que las dijimos, y que pretendemos después, al no pronunciarlas, que nunca hayan existido. Para Rajoy significó una liberación. Fue como volver a Brideshead, pero con Bárcenas de jardinero.

Las intervenciones posteriores se dirigieron a buscar un titular sonoro. Salvo Rosa Díez, que buscó 20 y los encontró sin dificultad, pues todo lo que se necesitaba ayer eran preguntas y respuestas. Las primeras las concretó ella; de las segundas no hubo gran noticia. Rajoy escucha a Rosa Díez con la silla echada para atrás tratando de ajustarse a una distancia legal. En un discurso lleno de falsos inocentes y presuntos culpables, Rosa Díez es la excelencia para PP y PSOE, un estadio superior de maldad. La odian de tal manera que serían capaces de votarla.