La muchacha del Gato Tuerto

>Viernes

Cantar en las ruinas

Ella era un escándalo visual. Alta, bella, elegante, intemporal, caminaba como por un pasillo de sombras hacia el escenario. Allí, con la voz le daba un vuelco a la impresión de verla, porque Myriam Acevedo cantaba para que la felicidad o la tristeza, toda la emoción de las canciones, convencieran a los oyentes de que valía la pena vivir y amar aunque a veces el desamor doliera un poco.

Salía a decirlo todas las noches en la semipenumbra del Gato Tuerto, un club habanero tan cerca del mar que desde la puerta se ven las puntas de la olas. Lo decía envuelta en una hopalanda oscura y barroca, y las letras de las piezas se confundían en el aire con la intención de la actriz y la melodía de la cantante.

Myriam hizo, en los años 60, que el Gato Tuerto fuera el sitio especial de esa tribu desacreditada y odiosa que desprecia los amaneceres. Le dio una atmósfera cálida, familiar y acogedora para los artistas y los intelectuales y, sin proponérselo, bajo el poder de un libreto escrito en otra parte, lo convirtió en la última plaza legítima de La Habana que vivió y dejó en sus libros Guillermo Cabrera Infante.

Acompañado y presentado por Myriam, el poeta Virgilio Piñera, después de devastadoras refriegas contra todos sus miedos y su timidez, leyó sus poemas en público en un Gato Tuerto con admiradores colgados de todas las ventanas. «El programa con Virgilio duró dos semanas, fue una verdadera revolución», recordaba después la actriz.

Allí estaban a menudo Heberto Padilla, Luis Rogelio Nogueras y otros poetas y escritores, pintores, músicos, actores y cineastas que querían ver, escuchar y compartir con Myriam Acevedo aquel ámbito ilusorio de guarida en el que se quería creer que la vida volvería a coger su camino.

A finales de los 60, la mujer estaba hastiada y herida porque creía que los casos de injusticia que podían considerarse aislados se hicieron una práctica masiva y regular. «Una de las cosas que más me tocó», dijo, «fue la introducción de los campos de trabajos, camuflados como ‘ayuda a la producción’, que eran verdaderos campos de concentración».

«Pablo Milanés junto con Ricardo Barber, un actor de teatro, ambos amigos míos, fueron llevados a la UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) y encarcelados. Ricardo me escribió un telegrama que decía: ‘Si no me sacas de aquí, me suicido’», relató Myriam en una entrevista con la periodista Tania Quintero en enero de 2009.

La artista aprovechó una invitación para trabajar en Roma, y se quedó en la capital italiana, donde trabajó con el director Luca Ronconi, recibió el premio Ubu por su actuación en el Calderón de Passolini y fundó el Laboratorio de Teatro.

De sus tiempos de actriz en La Habana queda constancia de su trabajo y de su talento en obras como La ramera respetuosa, Santa Juana de América o La noche de los asesinos. Pero quedan nada más que en la memoria de los supervivientes y en las reseñas sepultadas con alevosía.

Nació en Güines, al sur de La Habana, sobre el río Mayabeque. Actuaba, no sólo cantaba, cada canción y se apoderaba de los mensajes. Cantó a Marta Valdés, a Milanés y a otros compositores importantes de su país. Sin embargo, el himno de aquella parcela final de la ciudad que describió Cabrera Infante fue su versión musical de un poema de Padilla titulado Ronda de la pájara pinta.

Murió la semana pasada en Roma, a los 85 años. Nunca volvió a su país. Decía que aquello era una ruina. Nadie quiere cantar sobre los escombros de su casa.

>Lunes

Balza, la vida y las palabras

Los que en América Latina y en España quieren la literatura verdadera celebran ahora, cada uno a su manera, el anuncio de que se van a publicar dos libros nuevos de José Balza (Delta del Orinoco, 1939), que está en las librerías con una colección de textos suyos titulada Ensayos de humo y que le han dado el sillón M de la Academia Venezolana de la Lengua.

Los memoriosos tienen un minuto de recuerdo para Julio Cortázar,porque fue el primero en anunciar que leer al autor de Marzo anterior es una experiencia honda y fascinante.

El autor recibió con serenidad crítica su asiento en la Academia. Afirmó que hay muchas personas que hablan sin contenido, de manera automática y pobre. «Masas y muchos políticos», añadió, «algo doloroso, porque la vida se revela y se esconde en las palabras. La designación me llega como un instrumento para nuevos trabajos entre lo diario y el lenguaje».

Cree Balza que la realidad política influye de manera más profunda, y por supuesto diferente, en la gente paupérrima y en los artistas. Pero el creador, dice, no tiene por qué escribir panfletos. Su compromiso es más exigente, porque aspira a retener en su trabajo todo un tiempo.

El venezolano tiene ocho novelas publicadas, dos docenas de ensayos y una veintena de libros de relatos. Celebro esta vuelta de Balza con el resumen de un retrato que escribí sobre algunos temas que le interesan. Es este: «Nadie le puede poner un narigón a su curiosidad». Va de un ensayo sobre rock and roll a una indagación del bolero, de Jesús Soto a Marcel Proust. A una entrada, con el puñal por delante, a ciertos asuntos de la vida nacional y a la obra de autores considerados clásicos y animales sagrados a los que desacraliza y deja en el esqueleto sustantivo.