Cuadro clínico, y 3: las instituciones

El caso del presidente del Tribunal Constitucional es el último ejemplo, pero habrá más en el futuro. A Francisco Pérez de los Cobos se le reprocha algo que la ley permite, pero que la experiencia colectiva ya no tolera: que haya militado en un partido político y haya pagado las cuotas correspondientes a su militancia. Y se le reprocha también, ahí con razón, que haya ocultado este dato a sus colegas del TC, que apoyaron por unanimidad que asumiera la presidencia del alto tribunal.

En cualquier democracia madura e históricamente sometida a prueba, el pertenecer a un partido político no es algo reprochable. Al contrario, en muchas ocasiones es un timbre de honor para quienes ocupan cargos institucionales de alto nivel. Eso en cualquier democracia, pero no en ésta. Porque, en la nuestra, las formaciones políticas se han venido comportando de tal modo imperialista y controlador que han conquistado a pulso un grado tal de descrédito que aquello que tocan queda inmediatamente contaminado por la sospecha.

Lo malo es que lo tocan todo. Ésa es su vocación y ésa ha sido su trayectoria de décadas. Y lo tocan todo con la intención de someterlo a sus criterios políticos y a sus necesidades partidistas. Y así sucede que, en demasiadas ocasiones, las instituciones de control externo de nuestro sistema han sido colonizadas primero, y casi sometidas después, por los grandes partidos con la pretensión de que los miembros que deban su nombramiento a unas siglas sean obedientes a las órdenes que, más o menos veladamente, emitan esas siglas en cada ocasión.

Y, aunque los partidos llevan toda la vida empeñados en vender este sistema de nombramientos por pacto parlamentario como la expresión de la genuina representación democrática –y, en realidad, lo es–, los hechos dicen que ellos mismos han pervertido el sistema de tal modo que han acabado convirtiéndolo en un puro reparto de cuotas. Cuotas con pretensión de obediencia debida. Porque el problema no es la pertenencia a un partido o la afinidad con él, sino el uso que los partidos hacen de esa pertenencia o de esa afinidad. No es la letra la que falla, es el espíritu.

Y aquí cabe una anécdota que ilustra lo anterior. Un ministro de Justicia, no diré ni fecha ni siglas, relataba risueño en el transcurso de un almuerzo su conversación telefónica con un miembro del Consejo General del Poder Judicial recién designado. «A tus órdenes, ministro», le recibió coloquialmente el flamante consejero. «Así me gusta, empezamos bien», dice el titular de Justicia que pensó. Y así lo contaba, entre risas. Todo era una broma, claro, pero la broma tenía un trasfondo cierto, y muy alarmante, que reflejaba perfectamente la realidad del país.

Y la realidad es que gobiernos y partidos políticos han buscado, y en demasiados casos conseguido, exactamente eso: que el designado para ocupar un puesto en alguna institución de control se sienta en deuda con quien lo escogió y actúe como si estuviera a sus órdenes. La consecuencia es la contaminación profunda del prestigio de las instituciones que deben velar por la transparencia de la vida pública española. Esto ha sucedido con la Comisión Nacional del Mercado de Valores, con la de la Competencia y con los demás organismos cuyas funciones son la de garantizar el comportamiento ético de los gestores públicos y la de exigir responsabilidades si no se respetan las reglas.

Y así tenemos un Tribunal de Cuentas que ha estado recibiendo durante mucho tiempo un simulacro de contabilidad de las formaciones políticas y emitiendo sus conclusiones con cinco años de retraso. Un Tribunal al que los partidos no le han concedido, ni siquiera después de la última reforma, una auténtica capacidad de control ni tampoco un régimen sancionador efectivo y propio, que era lo que el Tribunal reclamaba. Los dirigentes del PP no hacen más que repetir que su contabilidad está en el Tribunal de Cuentas y es inmaculada. Pero, si lo que su ex tesorero ha contado al juez fuera verdad, el prestigio del Tribunal podría ser objeto de la rechifla general. Y eso sería pésimo para la salud del sistema.

El resultado de todo esto es que, como la desconfianza se ha instalado en la opinión pública, las tornas se han vuelto del revés. Y así, quien ocupa determinados cargos institucionales en España siente la necesidad de demostrar que, aunque milite en un partido, conserva intacta su imparcialidad. Pero en una democracia saneada, las cosas ocurren al revés: la imparcialidad y la honestidad en sus actuaciones se le suponen al sujeto, pertenezca o no a un partido y, sólo si se demuestra que sus decisiones están condicionadas por su obediencia partidista, entonces es apartado de su función y su reputación destruida.

Pero es que a los españoles no se les olvida que, por ejemplo, los nacionalistas catalanes llegaron a utilizar su cuota en el CGPJ para enviar como representante suyo al famoso juez Estevill, que acabó en la cárcel por cohecho, extorsión, prevaricación y detenciones ilegales.

Y, a miles de años luz de distancia por lo que se refiere al protagonista, está el ex gobernador del Banco de España, nombrado por Zapatero y afiliado al PSOE, que guardó silencio ante los informes de su servicio de inspección sobre la catastrófica situación de las cajas y que, cuando osó emitir una crítica sobre la realidad económica, fue soezmente insultado como si fuera el siervo díscolo de un señor feudal.

Ese descrédito público de las instituciones básicas del Estado es el claro síntoma de la grave enfermedad que España ha contraído con el paso de los años. Pero el tratamiento se conoce y los fármacos están a disposición de las fuerzas políticas. Falta que quieran, y que se comprometan, a sacar a España de la UVI a la que ellos la han llevado a base de abusar.

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