A-‘luci’-nante

EL PROBLEMA de España no es la crisis, sino lo que la origina. Si nuestros hijos, nuestros nietos, nuestros jóvenes y nuestros adultos –yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos– siguen sumergidos en vomitonas carroñeras como las que a diario vierten sobre su piel porosa los telemonstruos, nunca levantaremos cabeza.

De nada van a servirnos las reformas sin sanear los cimientos del edificio. La crisis lo es, fundamentalmente, de valores éticos y estéticos, de cultura, de educación... Unámonos todos –los de la ceja y los de la caverna, los del centro y los de los extremos, los indignados y los resignados, los republicanos y los monárquicos, los ateos y los creyentes– contra la tele tóxica, que es hidra de muchas cabezas (¿cabezas? Es un decir) y látigo de muchas colas. Ninguneemos sus programas. Cerremos sus espitas. Manejemos el mando a distancia como si fuese una tizona. Está en nuestras manos conseguir que la audiencia de tales bazofias sea de encefalograma plano, por más que lo de encéfalo, aplicado a ellas, sea sólo una metáfora piadosa. Exijamos un ejemplo moral a las empresas que financian la conjura de los necios. Muerta la publicidad, se acabó la rabia.

Viene este arrebato a cuento de lo que el jueves por la noche, mientras zapeaba distraídamente antes de conciliar el sueño, se materializó ante mí. Bien me está, porque era Telecirco (con erre de erre que erre, pues siempre está a la altura de sí misma). Y me disponía ya a apagarla como si hubiese visto a Pateta cuando apareció, saliendo de una carpa con una esterilla al hombro, una escritora que había llegado hasta allí huyendo de los inspectores de Hacienda. Ya saben, supongo, de lo que hablo. Me quedé por curiosidad de gremio y caí absorto, abducido, hipnotizado, horrorizado... La atracción del abismo. Fue a-luci-nante. Se hablaba de supuesta masturbación –chicoleaba también por allí la inevitable y olvidable Hormigos– practicada en un saco de dormir por un chaval gallego con otitis, apnea, obesidad y una arroba de cerumen (ya extraída) en cada oreja. Las tenía como coliflores. Jamás he visto nada más abyecto, más encanallado, más vulgar, más cruel, más vil, más indigno... Ignoro cómo se llama ese espacio, pero sé cómo debería llamarse: La isla del Doctor Moreau. ¿Y por qué no Auschwitz?

Lucía, coge otra vez la esterilla y sal corriendo. Te lo digo por tu bien. Y si notas olor a gas, no te inquietes... Será el de los cuescos.