El último grito en terrorismo

La portada de Rolling Stone de agosto presenta a un chico de pelo enmarañado y mirada turbadora. No es una foto inocente pese a que la revista se ha limitado a cogerla de las redes sociales, y aunque había otras, no eran rolling stone; ya quedan pocas fotos inocentes, no digamos sus pies. El inicio del reportaje abunda en la belleza del joven y constata su integración como «chaval americano normal», un estatus al que se accede, según el autor, si uno «fuma grandes cantidades de marihuana». El chico es un terrorista que colocó dos bombas en el maratón de Boston y mató a Martin Richard, de ocho años, Krystle Campbell, de 29 y Lu Lingzi, de 23. En su edición española, presumiendo del escándalo que se ha levantado, se dice que tiene un aire al Bob Dylan de finales de los 60. Hay fotos de Campbell y de Lingzi en internet muy rolling stone, con esa sensibilidad tan rockera que oscila entre la belleza y el misterio. Pero no han llegado a celebridades, no han merecido portadas prestigiosas, y eso que los tres, también el niño, tenían una vida para conseguirlo por caminos menos heterodoxos. Bien es verdad que su mérito periodístico fue salir a correr un lunes y que resulta más sexy la idea de matar; cerrar una ciudad y salir corriendo con la policía en los talones tiene de cinematográfico lo que no tiene un señor buscando un brazo. La fascinación del periodismo –sobre todo el de tendencias– por los asesinos famosos es casi tan antigua como molestas son las vidas grises de las víctimas. Eso tiene que ver con la noticia y su sobrevaloración: el hombre que muerde al perro, ese gran enigma. De tanto repetirlo acabaremos creyendo que ya no quedan perros que muerdan hombres; perros sin belleza que, empujados por la normalidad de sus vidas, se limiten a ladrar de vez en cuando. Y aunque haya poca noticia más importante que la rutina de un niño de ocho años (también perfectamente americano, aunque no fume marihuana) interrumpida por un bombazo, no habrá en archivo una foto que lo muestre con el pelo revuelto cayendo sexy sobre unos ojos bonitos, unos ojos tan rolling stone, mientras el público tiembla de emoción como esas niñas que le escriben a Carcaño cartas de amor como si fuese un poeta enjaulado.