El genio y la furia

Lucho Herrera, el jardinerito de Fusagasugá, subió un tarde de julio de 1984 Alpe D’Huez sin levantarse del sillín. Batió pedales y camino a la cima fue dejando a Bernard Hinault, Laurent Fignon y Perico Delgado como si fuesen migas de pan por las 21 curvas de herradura del gigante francés. Allí donde reventaron piernas que se creían de diamante y tocaron la gloria los elegidos entre muchedumbres que se volcaban hasta abrir un río humano entre pedaladas exhaustas, y volaría tiempo después un Pantani enloquecido despedazando a unos y otros hasta coronar el mundo antes de que le estallase el corazón por la cocaína, un colombiano ganó la etapa reina del Tour de Francia sin dedicarse profesionalmente al ciclismo.

Con Herrera empezó la Edad de Oro de los escarabajos, que parasitaron las carreteras de Europa al galope suicida y aventurero de un correo medieval. Venían casi todos de familias pobres como ratas que les pusieron, como al jardinerito, una bicicleta por no poder pagarles el autobús escolar. «Pero cómo carajo esto va a unir dos continentes», dijo Herrera al ver el avión que lo iba a llevar a Europa. Su hazaña fue la conclusión de un largo presagio, el del Café de Colombia, equipo nacional al que despedía en Bogotá el presidente de la República, Belisario Betancur, con honores de soldados, y que llegó a preparar en un Tour Luis Ocaña («como yo, salen de condiciones muy precarias»).

Se les uniría en el circuito el Ryalcao Postobón dando lugar a una rivalidad fraticida entre escarabajos hermanos. Años antes había estado Patrocinio Jiménez a punto de ganar una etapa del Tour codo a codo con Millar; le batió en el Tourmalet, alterando las constantes vitales de su país en 1982, pero sufrió luego en los descensos y se quedó sin triunfo. Semanas antes de la gesta de Alpe D’Huez, el Negro Ramírez entró dando voces al ganar la Dauphiné Libéré. Herrera fue a reivindicar el trabajo caótico y deslavazado de los escarabajos cuando ganó en 1987 la Vuelta. Ya estaban pintados a tiza en los Pirineos los nombres de Fabio Parra, Henry ‘el Cebollita’ Cárdenas y Martín Farfán. Lo que ganaban en la montaña lo perdían a chorros en la contrarreloj dándole a sus figuras una suave pátina de leyenda. Eran Sísifos en bicicleta; estaban rodeados de una maldición que les impedía, cuando así dispusieran, levantar las carreteras a su voluntad, desnivelarlas y hacer de ellas un muro por el que sólo sus culos pequeños, de izquierda a derecha, pudiesen trasegarlas como en un festín de termitas.

Nombres que cito mientras caigo en la cuenta de que tuvieron, algunos, fatídicos destinos. A Herrera fueron unos encapuchados a su casa a secuestrarlo y en una caminata de horas se le obligó al jardinerito a relatar con pelos y señales sus aventuras en Europa antes de dejarlo en libertad como a un pollo; no fue un castigo menor la estatua que se le construyó en Fusagasugá, una mole de siete metros que alza los brazos al cielo en trepidante escalada. Ocaña, como se sabe, se suicidó envuelto en la depresión y la enfermedad. A Belisario Betancur, expresidente colombiano, le fue concedida la nacionalidad española. Mejor le fue a Robert Millar, que hoy es una señora que vive con su novia.

Quince años después de la llegada de los escarabajos al Tour ninguno cruzó la línea de meta. Era 1998; la ronda del Festina y el escándalo. Ha aparecido revoloteando ahora como una avispa el espíritu cafetero en Nairo Quintana para resucitar aquella marabunta de éxito. Lo vengo siguiendo tras los avisos de Sergio, del imprescindible blog Ciclismo 2005, que habla de él como del tipo que «tiene el don». Este Tour le está dando fama mundial; ayer pegó cuatro zurriagazos en La Hourquette d’Ancizan para tensar los músculos de Froome.

Como sus predecesores en el arte del ciclismo antiguo, ése que embosca la montaña como un salón de té, Quintana aprendió bajando y escalando para llegar a clase; en sus periplos se pegaba sin perder rueda a los profesionales que entrenaban en su ruta. Es bajo, escurridizo y absorbe las miradas por un pedaleo distante y enfermizo en las subidas que pasa, en pocos segundos, a ser una letanía hipnótica que te va separando de él; tiene lo que decía Ocaña de sus compatriotas, el ejército de escarabajos que trituraba rampas, y que el propio Ocaña reivindicaba para sí mismo: el genio y la furia.