La falsa pista

Algunos escriben porque es su oficio, otros por encargo, convencidos de que ésta es una profesión que hay que dejarla a tiempo. Un día descubren que el ego es despreciable, la vanidad signo de arteriosclerosis y uno de los motores secretos de los triunfos en deporte, en política, en la escritura y en la vida en general. También se agota ese narcisismo de tertulia. En la del Gijón a la que yo asistía, llegamos al acuerdo tácito de que no se hicieran elogios ni desaires de los escritores presentes, partiendo de la base de que el elogio al otro enfurece y la crítica produce verdadero placer.

Esa táctica hoy resulta inútil porque el oficio de escribir es un acto público, casi como el de orador, y más expuesto que nunca a la reprobación o al palmoteo. Antes, a los columnistas no los pateaban hasta que estrenaban una comedia; ahora te pueden patear una columna 10 minutos después de ser publicada en el infinito saloon de las redes. Como escribió Pla, en cuanto uno se pone a escribir para el público entra en la categoría de justiciable, de proscrito, y en este instante estás más expuesto que nunca a la reprobación.

De mí están diciendo algunos colegas que me he convertido en el portavoz de Bárcenas. Me parece que olvidan que uno de los placeres de esta profesión es meter al asesino en el escritorio de Primera plana, que traducido a nuestros días sería cometer un delito para que te encierren y lograr grandes historias en Soto del Real.

Yo he visto cómo Yale recibía en Barajas a Ironside en una silla de ruedas, cómo Tico Medina se disfrazaba de mendigo para lograr hablar con Indira Gandhi o cómo Julio Camarero se colaba en el corredor de la muerte para entrevistar al asesino de la luz roja que iban a ejecutar. Ese estilo de periodismo ya no se lleva, pero es eterna la lucha de éticas que se refleja en la película La falsa pista, donde se dice que hay dos tipos de escritores: uno que está cavando la tierra, abajo en el hoyo; por encima de él hay otro hombre también periodista echando la tierra hacia abajo. «Entre ambos siempre hay un duelo, la lucha del tercer poder del Estado que nunca acaba».

Siempre se ha escrito al servicio de alguien, sin saberlo o sabiéndolo, como Aretino, que le dijo a uno de los áulicos de palacio: «Si estos 400 escudos se me concedieran para toda la vida yo pregonaría la fama de vuestro rey». El glorioso autor de los Sonetos lujuriosos estaba harto de colocar sus sátiras venenosas al pie de la estatua de Pasquino. La objetividad nunca fue cualidad del mercenario, del cortesano o del periodista, del que hace recados del poder.