Queda inaugurado este imputado

El de las inauguraciones, como el de la clase media, fue un género que reinventó Franco. Ya estaban ahí, pero el caudillo las arregló creando el muro sonoro; fue el Phil Spector de las dictaduras, con pasatiempos parecidos. Eduardo Rolland contó en Faro de Vigo cómo una vez Franco inauguró un hospital enorme que se había llenado de enfermos imaginarios la noche anterior para dar imagen de operatividad. Franco, que se presentó con gorra de marinero para sugerir que el tema de conversación debía ser el atún de 320 kilos que pescó días antes, llegó a decirle a un enfermo que tenía un gran aspecto y que pronto se recuperaría. El hombre se levantó, se vistió y se marchó dando origen al segundo milagro que se atribuyó a Franco en vida; el primero, pescar un atún de 320 kilos.

Las inauguraciones han cambiado poco; de hecho se siguen inaugurando las mismas cosas, a veces literalmente. Un antiguo jefe las sacralizaba de tal manera que siempre me obligaba a titular por la inauguración, ocurriese lo que ocurriese. Si un hombre mataba a quince asistentes, eso debería ir indefectiblemente en el subtítulo. «A ti qué convocatoria te llegó, ¿la del asesinato? Pues a titular por la convocatoria». Terminé amando las inauguraciones. Asistí, en primera línea, a la proliferación de protestas. Ahora ya no hay inauguración sin ciudadanos cabreados, si bien el cordón policial las aleja con tanto ahínco que pronto no sabremos si no estarán más cabreados los políticos que los manifestantes.

En Alicante, por ejemplo, Rajoy fue a inaugurar el Ave y se encontró con que la principal manifestación que allí había era la que él estaba organizando a solas. Protestaba con todo el lenguaje gestual que le era permitido contra la alcaldesa de la ciudad, una mujer imputada en delitos de corrupción. Protestaba de alguna manera contra sí mismo, que la mantiene en el cargo. Y aunque en los alrededores gritaban unos indignados, no había más censura en la inauguración que la del presidente del Gobierno a su alcaldesa. Lo lógico, de hecho, hubiera sido que la policía rodease a la regidora mientras caminaba al lado de Rajoy para evitar el contacto visual entre ambos. O que, harto, el presidente se girase bruscamente y se pusiese allí mismo a inaugurar a la pobre mujer como si fuese un pantano. No se resentiría la banda de música ni cambiarían mucho las caras de felicidad de los ministros. Será por atunes.