Insultar a Wert
Fue Kapuscinski el que enunció la teoría naíf según la cual las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Yo he conocido a verdaderos villanos y verdaderos periodistas; además, ahora son peores algunos lectores, no porque los escritores se hayan vuelto buenos sino porque Don Nadie ante un ordenador se convierte en Hannibal el Caníbal. Los malos están de moda. No hemos llegado a la cima del vicio y del insulto, como entonces, pero andamos cerca.
Hay programas de televisión que pagan a tipos viles para que injurien a los invitados y compañeros; corre por ahí el rumor de que salen de las covachuelas de los partidos invectivas contra los adversarios ideológicos. Las calumnias que antes se dedicaban a los cristianos nuevos, a los judíos o a los herejes se dedican ahora a desollar a los que son de diferente cuerda.
Aún he conocido las tertulias donde a los insultos se contestaba con botellazos; así lo marcaba el canon que muchos años antes marcó el bastonazo a Valle-Inclán en los gemelos, astillándole los huesos de la muñeca y ocasionando la gangrena y la amputación del brazo. También los políticos en el pasado –Lerroux, Blasco Ibáñez– protagonizaron duelos en la Casa de Campo para defenderse de las injurias. Ahora la mala leche ha acobardado al honor; los políticos mansean y se dejan poner verde, a caldo o a parir cuando asoman la cresta.
Me cuentan los Galeotes, una especie de club formado por empresarios de Castilla-La Mancha ensartados en la crisis (buscan ideas conjuntas para crear proyectos y no hacer soledades con migas), que las visitas de políticos a los pueblos van precedidas de la toma de las sedes del PP. «Van ocho furgonetas con 10 guardias civiles cada una para impedir que los cabreados se acerquen a las autoridades».
Los atropellos, los escraches, las injurias han pasado de la calle a los platós y a las redes, donde uno de los políticos que más sufren la ira es José Ignacio Wert. Algunos universitarios triunfadores, excelsos, negaron el saludo al ministro de Educación por su política de recortes. Wert atrae la cólera desde que puso precio a los insultos llevando al juez a los que le llamaron «hijo de puta» en la Universidad Menéndez Pelayo. Toda España sabe, desde entonces, que llamar a alguien «hijo de puta» cuesta 60 euros.
Si fuera verdad que el insulto es terapéutico, sale más barato acordarse de los muertos de un político que visitar al psiquiatra. El agravio, en los malos, descarga adrenalina, iguala las inteligencias y permite apedrear las cabezas que sobresalen. Para los españoles es purificación, descarga de mala hiel acumulada por las guerras y las represiones.