El hombre que quería ser antipático

Luminoso y de verbalidad ágil, ante el papel prefiere ser sobrio. Cosas del realismo socialista. Otros políticos vomitan sus reflexiones en una grabadora para que alguien pueda cocinarlas. Fernando Ónega, autor de algunas de las frases de Suárez, pretende prestarle su memoria.

Los estadistas han pinchado, dice el rumor. Se refiere al escaso éxito editorial de las memorias de José María Aznar y José Bono, aireadas con bombo mediático y música de euros. Caso distinto es el de Alfonso Guerra, quien, a escasos días de lanzar su última obra, ya ha conquistado el segundo puesto en las listas de libros más vendidos, cerca de Dan Brown. Su criatura se llama Una página difícil de arrancar, título que revela la afición del autor por las frases literarias.

Que Guerra tiene gran facilidad para titular no sólo lo demuestra el último volumen de sus memorias (sí, he dicho volumen: acabo de ponerlo en la báscula de la cocina y pesa 900 gramos). También fueron de su cosecha los títulos anteriores, Cuando el tiempo nos alcanza y Dejando atrás los vientos, ambos de carácter igualmente memorialístico.

Planeta ha pecado de cicatería al concederle en la portada un cuerpo de letra excesivamente pequeño. Por el contrario, el nombre del autor aparece como si fuera un cartel taurino. Y la foto lo ocupa todo. Es el principal reclamo. Con severidad casi institucional, Alfonso Guerra mira fijamente a cámara tras unas gafas de montura leve. Lleva una americana modelo armazón y una corbata roja que forma parte de su uniforme. A Guerra las corbatas le duran muchos meses, hasta que se caen a pedazos de puro usadas. La que luce en la foto no está decorada con amebas ni elefantitos, sino con nombres de escritores italianos.

Los éxitos de ventas no siempre dependen de los contenidos. Pueden más las firmas. Hay libros que se agotarían aunque sus páginas estuvieran en blanco. No digo que sea el caso de Alfonso Guerra, si bien en él también cobra fuerza la autoría. Hace tiempo que el ex vicepresidente se replegó en sus cuarteles de invierno y la gente tenía curiosidad por saber de él. Siendo cierto que interesa más lo que dice que cómo lo dice, no se le puede negar el latido literario. Guerra tiene ritmo, finura, lenguaje y acento personal. O sea, estilo.

Lo único que sorprende es su contención en el reparto de adjetivos, extremo que contrasta con su naturaleza barroca. Luminoso y de verbosidad ágil, ante el papel prefiere pecar de sobrio. Cosas del realismo socialista. La mesura estilística seguramente tiene un componente ideológico. En cualquier caso, donde no llega la ideología llega la edad. A Guerra los años le han moderado, y ya no arremete contra sus adversarios utilizando como arma de destrucción una ristra de adjetivos.

Los autores políticos suelen carecer de estilo literario. A ellos sólo se les pide que tengan memoria para contarlo o, cuando menos, papel para anotarlo, como hacía Bono, que a lo largo de los años no paró de tomar apuntes. Con los diarios que escribía antes de acostarse, Bono hubiera podido sacar una abultada colección de obras completas (en papel de Biblia y cuerpo de letra 6), pero vino el tío Paco con las rebajas (o la editorial con las tijeras) y no reparó en gastos. Guerra, teniendo cuerda para rato, ha visto reducida su palabrería a la mitad.

El caso de Aznar es distinto. Muchos políticos, a falta de estilo y hasta de recuerdos, vomitan sus reflexiones en una grabadora para que alguien se encargue de cocinarlas antes de llegar a la editorial.

Uno de los libros de memorias que despertarán más expectación es el de Adolfo Suárez. El ex presidente vive hoy en la laguna del olvido, pero Fernando Ónega, que permaneció a su lado mucho tiempo, está dispuesto a prestarle su memoria para que la sirvan en tapas duras. El periodista, autor de frases acuñadas aparentemente por Suárez, cree que el mago de la UCD no debe caer en la indiferencia. Todo lo que se olvida no hace Historia.