La ira del pueblo contra las comunidades autónomas
CONOZCO las encuestas sobre el rechazo con que el pueblo español distingue a las Comunidades Autónomas. El ciudadano medio está harto de tanta prepotencia, de tanto despilfarro, de tanto cargo innecesario. Abruman esos 17 Estados de pitiminí que hemos creado. En ellos los políticos, muchas veces ignaros, se comportan como si su Autonomía fuera la República de Francia o la Monarquía del Japón.
En la época en que Fernando Abril y Alfonso Guerra debatían entorno a la mesa de un bar el texto de la Constitución, un catedrático de Historia contemporánea, José Varela Ortega, planteó como fórmula para resolver los problemas de territorialidad, el reconocimiento de la legitimidad de los Estatutos del País Vasco y Cataluña aprobados durante la II República. Ahí hubiera empezado y terminado todo. No le hicieron caso. Los políticos siempre han sido listísimos y Adolfo Suárez aceptó el café para todos de Abril y Clavero Arévalo. Ahora padecemos el resultado de tanta ligereza y tanta improvisación. Las Autonomías están erosionando al Estado español.
Consumado el error, yo no estoy de acuerdo, 35 años después, con el propósito, tal vez mayoritario, de liquidar las Autonomías. Eso generaría una serie de tensiones y problemas adicionales que harían tambalear la entera estructura del sistema. Hay que poner los pies sobre la realidad. Sí a las Comunidades Autónomas pero embridándolas y regenerándolas.
La primera cuestión a abordar, tal vez no la más importante, es la austeridad económica. El Gobierno de la nación debe establecer las cotas máximas de gasto para cada una de las Comunidades Autónomas, con la reducción de funcionarios, asesores, colaboradores, cargos, empresas públicas, palacios, edificios, parque de automóviles y toda la parafernalia innecesaria que se inventaron los políticos para jugar a hombrecitos de Estado. Después habrá que repasar las transferencias concedidas y recuperar a favor del Gobierno central algunas de incuestionable calado para mantener la unidad nacional. Por ejemplo, la educación. Los niños españoles deben estudiar una Historia de España común y no los delirios que contienen hoy los libros de texto, conforme a las manipulaciones de casi todas las Comunidades Autónomas.
Destruir las Autonomías supondría una revolución que conmocionaría la vida nacional. En la reforma constitucional, cada día más necesaria, se trataría de embridarlas y regenerarlas, situando a todas y a cada una de ellas en el lugar razonable. La prudencia exige caminar con pies de seda por los caminos autonómicos. Lo hecho, hecho está. Se trata de controlar los excesos, denunciar los abusos, regenerar los delirios. Y mirar hacia adelante. Hacerlo hacia atrás nos convertiría, como a la mujer de Lot, en estatua de sal.
Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española.