Alta clase

EDITH WHARTON

Rey Lear ha editado ‘El día del entierro’

«Su esposa había dicho: ‘Si no la dejas, me tiro por el balcón’. Él no la dejó y su esposa se tiró por el balcón». Así arranca El día del entierro, y habrá que reconocer que es un buen comienzo. Edith Wharton publicó una decena de colecciones de cuentos, y éste pertenece a una de las últimas, Human nature (1933), editada casi al final de la vida de la escritora.

Wharton tuvo una vida matrimonial infeliz y conoció la experiencia del adulterio. Edith Newbold Jones nació en 1862, la menor de tres hermanos, en el seno de una riquísima familia de Nueva York, y se casó a los 23 años, como correspondía a una chica de su clase, con un adinerado banquero, Edward Wharton, de quien tomó el apellido.

Edward era 13 años mayor que ella, pero la novelista dice en su autobiografía que era un hombre jovial y con sentido del humor, amante, como ella, de la vida al aire y libre y de los animales. Bien. Después sucedió que Edward tuvo propensión a meterse en líos financieros y a correr detrás de las faldas, mientras se agravaban en él unos trastornos nerviosos heredados: su padre se suicidó tras padecer de profunda melancolía. Comenzaron a pasar muchas temporadas separados, y la cosa acabó en divorcio, tras aguantar, eso sí, la estimable cifra de 28 años.

Edith fue educada dentro de los cánones de la alta sociedad de entonces, aprendió francés y alemán, viajó por Europa con sus padres y no pisó la universidad. Estudió mucho con tutores y por su cuenta, de modo que a los 14 años escribió una primera novela y a los 16 un libro de poemas, lo cual horrorizó a su familia, que para nada quería tener en sus salones a una intelectual.

El primer libro de Edith Wharton fue La decoración de la casa (1897), en el que volcó sus vastos conocimientos sobre la materia que el título indica. Educada en la exquisitez, Wharton fue una gran experta en mobiliario, objetos de arte y jardinería. Y en las villas italianas, a las que dedicó otro libro.

Lo mejor que hicieron juntos su marido y ella fue levantar en 1902 una extraordinaria mansión, a la que llamaron The Mounth, en la zona campestre de los Berkshires, al oeste de Massachussetts. Ella se ocupó de todos los detalles y diseñó personalmente sus fastuosos y enormes jardines. Edward, en uno de sus salchuchos, vendió la casa por su cuenta, y el disgusto de Edith precipitó su aplazado divorcio en 1913. The Mounth se conserva actualmente como un gran centro cultural.

Entre tanto, la pareja viajaba y viajaba por los mejores sitios de Europa y disfrutaba de amplias estancias en París, donde acabó instalándose Edith en 1907. Ya era una escritora consagrada gracias al formidable éxito de su novela La casa de la alegría (1905) y tenía una gran amistad con Henry James, cuya alargada sombra siempre se ha cernido sobre la consideración literaria de su obra: Edith Wharton, como discípula o como versión femenina de James. A ella no le hacía gracia la constante comparación, que el crítico Edmund Wilson desmontó en un largo ensayo después de su muerte.

Wilson opina que las mejores novelas de Wharton fueron las de su primera etapa, cuando tenía problemas y conflictos en su matrimonio, y que luego ya tiró más de oficio. El crítico de The New Yorker llega a preferir La casa de la alegría, Ethan Frome (1911) y Las costumbres del país (1913) a La edad de la inocencia (1920), premiada con el Pulitzer, su novela más conocida y tres veces adaptada al cine, la última por Martin Scorsese en 1993.

La vida de Edith Wharton se complicó un poco más cuando, todavía casada (mal), se lió en París con el periodista de The TimesWilliam Morton Fullerton. El hervor de esa relación tuvo lugar entre 1908 y 1909. Wharton cayó rendida, lo pasó fatal y el asunto acabó como el rosario de la aurora, según puede comprobarse en su correspondencia, editada por Grijalbo. Morton Fullerton era bisexual y coleccionista de amantes de todos los sexos. La trató, según se queja ella en las cartas, como un objeto de usar y tirar, aunque pasaron juntos algunas noches gloriosas. Ella tenía unos 45 años (de la época), un infierno matrimonial y nula (o casi) experiencia en estos lances, aunque es opinión general que, en algún momento, mantuvo un romance con Walter Berry, un amigo fiel que la acompañó y la aconsejó hasta su muerte.

Muchas fuentes coinciden en afirmar que Wharton tuvo un affaire con la escritora y guionista Mercedes de Acosta, temible depredadora sexual que conquistó a Greta Garbo, Isadora Duncan, Marlene Dietrich y a una lista interminable de mujeres bellas e interesantes, casadas o solteras. Lamentablemente, no he podido acceder ni a las explosivas memorias de Acosta, Here lies the hearth (1960), ni a la mejor biografía sobre Wharton, la de R.W.B. Lewis. En su autobiografía, Una mirada atrás (Ediciones B), la muy educada escritora no entra en estos terrenos. Habla de James y mucho de su amigo el presidente Theodore Roosevelt, y de otros personajes, pero a Fullerton, por ejemplo, ni lo nombra. A su marido ni siquiera le cita una sola vez por su nombre.

Edith Wharton se compró en 1925 una preciosa casa –con jardines, por supuesto– en la Provenza francesa, y allí pasó –en compañía de su ama de llaves de toda la vida– buena parte de sus últimos 12 años.

Wharton tuvo siempre una salud delicada –problemas respiratorios y cardiacos–, pero fue tirando: paseaba, montaba en bicicleta… En 1935 sufrió un ictus y dos años después falleció de un ataque al corazón cerca de París. Sus últimas palabras fueron: «Quiero volver a casa».

Los hombres no suelen estar vistos con simpatía en las narraciones de Edith Wharton. El maduro señor Trenham de El día del entierro no es una excepción. Casado, ha tomado por amante a una atractiva jovencita, que ignora por completo que la esposa del catedrático (universitario) está al tanto de sus amoríos, sufre nerviosamente por ello y está dispuesta a hacer una locura. Y la hace. El relato, que dosifica magníficamente la tensión emocional y la incertidumbre, es una tremenda disección psicológica de un hombre mentiroso, voluble, vil y egoísta, que sólo piensa en sí mismo y es incapaz de amar de verdad a nadie.

>’TRESCIENTOS’

Esta serie empezó en 2007 y, estando en la séptima temporada, con Edith Wharton hemos llegado a la entrega semanal número 300. En este tiempo he visto que el concepto de «imprescindible» ha cundido por ahí con su aspiración prescriptora. Cabe preguntarse si hay creadores y obras imprescindibles, esto es, de los que no se puede prescindir. Lo cierto es que sí, ya lo sabemos. Hay creadores y obras cuyo conocimiento es imprescindible para adentrarse en una disciplina y, no digamos, en un propósito creativo. ¿Y hay «tantos» imprescindibles? Ah, es opinable. El concepto es muy contundente. Si lo tomamos en un sentido más laxo –como ha de ser–, claro que hay 300. Y lo bueno es que hay incluso 3.000. ¿Y son éstos u otros? Eso ya es meterse en un jardín (de Edith Wharton).