Control interno

EL PP tiene fama de ser un partido de orden, perteneciente a un centro traído por los pelos que comprende la derecha y el esquinamiento: un vestíbulo con vistas en el que es posible hacer políticas económicas zumbadas y arremangarse con la moral pública. Nunca se le discutió su pulcritud con los números, al fin y al cabo su mitología se construyó en torno a las cifras y su capacidad de manejarlas, no digamos ya enseñarlas. Es el famoso «milagro económico» que le explicó alguien a Aznar en Antena 3 por si él no lo sabía: a Aznar se le echa en cara cualquier cosa. Incluso en los papeles de Bárcenas, tan explosivos, no hay que desmerecer el orden de las tablas, la rigurosidad de las fechas y los nombres, el gélido subrayado amarillo fosforito que da al conjunto una suerte de monumento pop; los papeles de Warhol si Warhol hubiese sabido esquiar. En ellos está también la constancia del apuntador, día tras día, año tras año, poniendo iniciales sagradas. El PP fuera de la ley se supo manejar siempre con bastante más disciplina que el PSOE, que desde Juan Guerra hace las trampas con la camisa manchada de aceite y restos de gambas en los puños: «Hale, hale, que es gerundio». Estos escándalos habían dejado al PP en el abismo, pero era un abismo auditado y sujeto a controles internos, por más que ahora se lleven todos las manos a la cabeza y se paseen como Napoleón. Por eso ayer tuve curiosidad por saber cómo se desmentían los pagos a Blesa, pues estaban en la contabilidad oficial; imaginé a Cospedal agitando los papeles de Bárcenas: «¡Los de amarillo son los nuestros!». Pero no: se achacó a un error informático con reminiscencias de intertextualidad. Le tocó al banquero como le pudo haber tocado al del taller, ¡pero le tocó al banquero! Una excusa tan tonta que hay que creerla para no enfermar.