El gran ‘Mou’

Scott Fitzgerald podía haber contado sólo un episodio, alguno de los negocios con la mafia que salieron mal. Pero eso no habría tenido interés. Contó la vida entera, hasta el final. Su personaje, James Gatz, un granjero de Dakota del Norte, hizo lo que hizo falta para ganar dinero, inmensas cantidades de dinero, porque necesitaba ser rico. Pero Gatz, que cambió su nombre por el de Jay Gatsby, no quería ser rico. El personaje de Scott Fitzgerald también inventó su biografía: decía haber estudiado en Oxford a la fuerza, porque allí estudiaron sus antepasados. Pero Gatz, o Gatsby, no quería ser culto. El dinero y el pasado de fantasía, incluyendo el pasado de su familia, eran simples accesorios. El millonario Jay Gatsby sólo quería conseguir a Daisy, la mujer rica y bien educada a la que amaba.

Alexandre Stavisky no tuvo a un Scott Fitzgerald para explicar sus ambiciones. El origen de Stavisky fue aún más pobre y remoto que el de Gatsby, y encima real. No hubo ficción embellecedora en la vida de ese judío ruso nacido en Ucrania (1888) y emigrado a Francia. Hasta los 40 años malvivió con empleos de poca monta. Cuando, gracias a sus amistades en la pequeña política municipal (no hay como trabajar en burdeles y timbas para hacer buenos contactos), logró gestionar una casa de empeños en Bayona, vio abiertas las puertas del mundo. Vendió bonos, acciones bancarias, deuda pública. Ascendió hasta la cúpula de las finanzas, se codeó con los principales dirigentes de la República y sedujo a las mujeres más hermosas. Tras su suicidio (posiblemente asesinato) en 1934, Francia se hundió en una terrible crisis política.

Tal vez se aproxime más al caso el misterioso conde de Cagliostro, llamado quizá Giuseppe Balsamo, quizá nacido en Sicilia en 1743, que fascinó a reyes y príncipes en Italia, Rusia, Alemania e Inglaterra. Cagliostro, políglota y culto, decía poseer propiedades magnéticas de gran poder curativo. Conocía la medicina de la época, tenía talento como falsificador y era un maestro de la autopropaganda. Aunque el rey de ese arte, la autopropaganda, fue su mentor, el conde de Saint Germain, un aventurero del siglo XVIII que hablaba numerosos idiomas (incluyendo el chino, el árabe y el sánscrito), tocaba numerosos instrumentos, conocía todas las ciencias y embobaba a la aristocracia europea. Saint Germain no se conformaba con ser especial. Convenció a muchos de su inmortalidad, y siguieron creyéndole incluso después de su muerte, en 1784. En los años 70, en París, hubo un curioso personaje que se ganó un tiempo la vida haciéndose pasar por Saint Germain, el inmortal.

José Mourinho tiene algo de Gatsby, algo de Stavisky, algo de Cagliostro, algo de Saint Germain. Sus conocimientos futbolísticos no se discuten, como no se pueden discutir sus dos Copas de Europa, pero hay más en Mourinho que un simple entrenador. Resulta evidente que él se considera más que eso, y no falta quien le dé la razón. Mourinho ha sido el técnico mejor pagado del mundo en Londres, en Milán y en Madrid, y de cada una de ellas se ha largado de forma extraña. Nunca se ha sabido por qué dejó el Chelsea. Se fue del Inter inmediatamente después de ganar la Champions (y la Liga, y la Copa) y lamentándose, entre lágrimas, por tener que irse, como si le echaran a patadas. Habrá que ver su salida del Madrid, aunque cabe sospechar que no abundarán los abrazos.

¿A qué se habrían dedicado hoy Gatsby, Stavisky, Cagliostro, Saint Germain? Lo fácil habría sido escalar en las finanzas. Gatsby, en la ficción, y Stavisky, en la realidad, demostraron que eso está al alcance de cualquiera. Siguen demostrándolo hoy muchos personajillos de variado pelaje. Pero hay muchos financieros y muchísima gente con dinero. Y, sin embargo, hay pocos, poquísimos técnicos que puedan elegir banquillo y sueldo. Ese circuito restringido, que además de dinero proporciona fama, adulación y eternidad, es el que sueña cualquier gran aventurero.

Si nos quedamos solamente con el episodio de Madrid, Mourinho no parece gran cosa. Igual que si de Gatsby supiéramos sólo su tráfico de whisky durante la Ley Seca. Vista en perspectiva, la vida y el personaje de Mourinho resultan fabulosos. Algo le impulsa. Algo, que no conocemos, le ha permitido pasar al galope por encima del mejor club del siglo XX y alejarse de él con un mohín de disgusto, como si la institución no estuviera a su altura. La pulsión aventurera y la necesidad de imperar, para satisfacer un hambre oculta, hacen de él un personaje extraordinario. Y un técnico temible, para sus rivales y para quienes le pagan.