El liberalismo y la duda

ESCRIBE Raymond Aron en sus Memorias una frase que se me ha quedado grabada: «Yo nunca he justificado lo injustificable apelando a la razón dialéctica». La historia está llena de ejemplos contrarios, de dictadores y líderes mesiánicos que justifican sus crímenes en nombre de la razón de Estado.

Pero Aron se refería a los intelectuales franceses que cerraban los ojos ante los horrores del estalinismo, lo que provocó su expulsión de la izquierda bien pensante. Sartre creía que su compañero de estudios era un reaccionario y la derecha, en cambio, que era un traidor por su defensa de la independencia de Argelia y su posición crítica con el gaullismo.

Aron siempre estuvo solo. Nadie le ofreció cargos públicos, ni fue amigo de los ministros, ni tuvo simpatías entre los empresarios, ni perteneció a ningún movimiento cívico porque era demasiado independiente.

Lo que más me ha atraído siempre de la obra de Aron, nacido en el seno de una acomodada familia judía y combatiente desde Londres contra el nazismo, es la perfecta coherencia entre su vida y su obra. Subraya en sus Memorias que para él pensar, escribir y vivir son la misma cosa. Y siempre fue coherente con ese principio.

Aron es junto a Karl Popper e Isaiah Berlin uno de los tres grandes pensadores liberales del siglo XX. Pero contra lo que se cree superficialmente, este liberalismo no era una justificación ideológica del capitalismo ni una legitimación de los excesos del mercado.

Lo que Aron y sus colegas propugnaban era un enfoque no dogmático para comprender el mundo. Por eso, los tres reivindican la duda como método y sostienen que antes de llegar a conclusiones hay que examinar los hechos sin prejuicios. No en vano habían sufrido el totalitarismo y sentían un rechazo instintivo a la uniformidad ideológica.

Liberalismo viene etimológicamente de libertad y precisamente el denominador común de la obra de los tres es la autonomía de la razón y la defensa del librepensamiento en el contexto de lo que Popper denominaba «la sociedad abierta». Podemos todavía aprender mucho de la lectura de sus textos, especialmente de los de Aron, cuyo único error fue anticiparse a los acontecimientos mucho antes de que sucedieran. A Sartre le sucedió al revés: parecía que acertaba cuando en realidad se equivocaba. Y es que sólo el paso del tiempo puede poner a cada uno en su sitio.