«Remon- tará la economía, pero no la cultura»
Quedas para charlar con Enrique Vila-Matas y el mundo, a las cinco de la tarde, aún está en su sitio. Todo parece normal. Saluda con la mano blanda y las pupilas fijas. También pudiera ser que quien aparece no sea Enrique Vila-Matas. Este hombre tiene algo de experto en milagros caseros y por dentro de la cabeza le orbita un ajuar de extrañezas. Una autenticidad de ficciones. Un atlas de acontecimientos irreales que podrían estar sucediendo ahora mismo, en esta jurisdicción demarcada por un café muy negro y dos botellitas de agua.
Es uno de esos tipos serios que lanzan pequeñas descargas irónicas, y cuando los demás ríen él deja la sonrisa a medias para volver a lo serio. Genera así un desconcierto muy dinámico. Tiene los ojos muy abiertos, como abombados. Gasta un pelo escaso peinado hacia atrás o una calva de media luna echada hacia delante. Usa papada abacial y un hablar de timbre sostenido, con cadencias de tímido. En un país normal, Enrique Vila-Matas sería el producto típico de una educación compacta. En España, sin embargo, sólo es la encarnación de un apetito literario impulsado por un talento de primera calidad que se mueve a solas, como una rareza. Alcanzó eco en el 85. Publicó entonces Historia abreviada de la literatura portátil para dejar claro que prefería ser un escritor distinto.
Lleva la literatura en la masa de la sangre, junto a algunas tormentas del vivir. Y entre novelas, cuentos y ensayos, ha sumado una vasta cofradía de beatos de su causa. Es ferozmente literario, no por pintoresquismo sino por esa voluntad de ser, más que narrador, narración en sí mismo.
– En Dublinesca escribes contra el protagonista afirmando que es víctima de un «fanatismo desmesurado por la literatura». ¿Podrías ser tú?
– No creo que lo mío sea fanatismo literario. Y si así fuera, tampoco me parecería algo raro... Al contrario, considero que es una actitud normalísima. Lo incomprensible es que haya más de la mitad de la población que no crea en la literatura. Señala un grave problema de formación... Pero tampoco soy un enfermo de literatura. Esa imagen de mí es un tópico derivado de otro libro mío: El mal de Montano... Por otro lado, me sucede como a John Banville, que envidia el fin de semana del oficinista pero él no puede. Cuando abandona el escritorio se siente extraño, se aburre. La anhelada diversión de fin de semana, fuera de la escritura, le resulta banal... Y a mí.
– ¿En qué quedamos?
– Bueno, debo advertirte que casi nunca estoy de acuerdo con una sola visión de las cosas. En cada afirmación veo también su contrario como algo comprensible. Tú me preguntas si soy un fanático, y respondo: no. Pero cuando me dices que si desconecto de la literatura, pienso: tampoco. Ya ves.
– En tu obra hay una constante huida de la normalidad...
– Soy consciente de esto ahora, pero no cuando empecé a escribir. Para mí lo normal era lo que yo hacía... Poco a poco he descubierto que mi obra es singular, lo cual supone un problema porque en ocasiones intento indagar en cómo era yo antes para copiármelo... Sospecho que es otra rareza más.
– ¿Te interesas literariamente?
– Soy muchos personajes y manejo muchas voces. Me veo de maneras muy distintas según las circunstancias. Es difícil apresarme. Por eso no me dedico a escribir de mí.
– Has hecho el camino muy a solas.
– Pero reporta unos peajes maravillosos. Me permite ser muy libre, cada vez más. Eso lo ha favorecido el ser de Barcelona, como le sucede a Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Ignacio Vidal-Folch o Ignacio Martínez de Pisón.
Enrique Vila-Matas ha cogido la postura. Está en modo Vila-Matas: podría ser la estatua de sí mismo. Desembarcó en el mundo en 1948. Se curó la juventud con viajes, libros, soledades, alcoholes, discos de los Rolling, de Dylan, de Van Morrison y algún subidón psiconauta por obra y gracia de la dexidrina. Entre tanto hacía cuentos y novelas que nunca son la misma: Suicidios ejemplares, Hijos sin hijos, Extraña forma de vida, Bartleby y compañía, París no se acaba nunca, Dublinesca o Aire de Dylan. Hace pocos años una enfermedad que casi lo fulmina le hizo sentirse vivo. Y todo cambió de nuevo.
– La enfermedad, ¿qué reveló?
– Me hizo entender que una parte de mi vida acababa. De hecho, en Aire de Dylan, que lo escribí al recuperarme, critico al que he sido con la excusa de criticar la posmodernidad.
– La ironía.
– No concibo la literatura sin ironía. Y desconfío de quienes no la tienen. Desconfío de los escépticos, de quienes piensan permanentemente en lo peor. El escéptico es aquel al que dejaron de importarle las razones de los demás.
– ¿Cómo te relacionas con el mundo a los 64 años?
– Como Piniowsky, personaje secundario de El busto del emperador, de Joseph Roth. Un tabernero judío al que el protagonista consulta sobre todo lo que sucede. Cuando cae el imperio austrohúngaro le pide opinión y aquél le dice: «Ya no tengo ninguna opinión sobre el mundo, señor. Todo esto se derrumba»... Pues eso.
– La paradoja.
– Siempre que salgo de casa me sucede algo extraño. Hace poco me encontré con un antiguo compañero de colegio al que creía un amigo de esos años y al rato de hablar con él me di cuenta de que iba cinco cursos por debajo del mío y que no lo conocía de nada... A veces es como si la ficción que estoy escribiendo me persiguiera hasta la calle.
– Algo así como un delirio...
– No sé si tanto.
– Tu ex relación con el alcohol es conocida, pero lo de las dexidrinas
– Con el alcohol mantuve una relación muy fuerte durante años, pero de eso he hablado mucho. Lo de las dexidrinas es distinto. Me hacían un efecto muy nocivo en lo literario porque, cuando las tomaba, la primera frase de los textos que escribía me parecía tan completa que no pasaba de ahí... Además, me quitaban el habla y me volvía muy egoísta cuando estaba con otra gente. Por ejemplo: no decía lo que pensaba porque ya lo había pensado. Así que pasaba horas sin hablar... Con su retirada de las farmacias acabó para mí otra etapa.
– La Cultura y su devastación.
– Lo peor de todo es que no cambiará. Se remontará la situación económica pero no la cultural, que ya era precaria en un país no muy culto... El otro día escuchaba a Frank de la Jungla hablar en televisión de un libro que le había escrito otro. Decía que el suyo interesaría mucho a los niños porque el resto de libros son muy aburridos. ¿Por qué son aburridos los libros para Frank de la Jungla? Ese es el problema de este país: generar niños tontos para un futuro tonto.
Y Vila-Matas se pone muy serio. Y no sabemos aún si el señor que habla es Vila-Matas.