Sonó el despertador

Fueron 15 minutos eternos y quién sabe qué hubiera pasado si llegan a ser 16. Estaban los alemanes metidos en su escondrijo echándose sagradamente al reloj como la familia del boxeador de Pulp Fiction, que lo fue guardando en el culo generación a generación, cuando Sergio Ramos clavó el segundo y de repente todo pareció posible, desde la furia hasta el amor, pero ya no la pereza. Se levantó en armas el Bernabéu, de pie y a chillidos enormes como en el entierro de alguien muy odiado, y cuando se venía la felicidad la interrumpió groseramente tres pitidos cortos. Se quedaron los goles en esquirlas y se fue la eliminatoria al cajón desbordado de otras esquirlas, donde ya estaba el 3-0 de los primeros 15 minutos; ojalá un día nos permitan ver por una esquinita, como al protagonista de Borges en el Aleph, ese mundo que transcurre paralelo y en el que las ocasiones falladas revertieron en goles y el árbitro concedió un minuto más. Hubo que conformarse ayer con una sensación parecida a la del orgasmo que llega y de repente se te vuelca dentro en plan tántrico. Dice Dragó que está muy bien, pero yo soy un antiguo y a mí me gusta todo por fuera, también la camiseta: mucho Gordillo y mucho Camacho pero ningún jugador llevó la camiseta por fuera de modo revolucionario. Cómo sería la cosa que el que más a mano estaba en el estadio era Manolo Sanchís, ya aburguesado.

El partido empezó con todos los alemanes en el túnel de vestuarios mascando bolas de chicle que desplazaban de un lado a otro de la boca como vacas en un prado. Si Lewandowski se hubiese fijado habría visto al otro lado a Sergio Ramoscon la mirada trastornada. Llega a hacer un globo con la goma de mascar y Ramos se lo hubiese hecho estallar en la cara estirando una mano entre las rejas. Ramos jugó siempre al filo de la roja. Lo que hubiera sido una noticia siniestra en partidos de pachorra fue ayer un gesto de honor y grandeza, dos virtudes que adornan a Ramos. Son partidos éstos para él: su jerarquía, su ley de la calle y su despacho administrativo en los suburbios del campo; además no cae ni a balazos. Al partidazo de Lewandowski contestó con entereza. Hubo un momento en que se dirigió a él supongo que en alemán; Lewandowski puso una cara que casi pide el cambio.

Lo que ocurrió al principio fue que se juntaron tantos espíritus en el Bernabéu que no hubo manera de llegar a la portería. Deambularon los fantasmas en el área del Borussia imposibilitando las maniobras exóticas del Madrid. El equipo de la pegada cayó víctima del hechizo de la magia europea, que una vez más se volvió en contra. Empezó a morir perezosamente el partido en la primera parte, incapaz de sospechar el vértigo que vendría después. Se cegó Pipita, tiró a los cielos Cristiano y, síntoma de los malos tiempos que se venían encima, enloqueció Özil, que en situaciones así actúa como un artificiero letal y ayer delante del portero tiró con prisa, como si le esperasen a cenar.

Caló en media hora la sensación de que el Madrid había llegado al partido de ida noventa minutos tarde. Apretó Modric haciendo recorrer el balón como si fuese un yoyó, un tuya mía ligero y chispeante que acercaba al equipo al área. Cristiano pasó el partido aturdido por la lesión, incapaz de encontrar un objetivo sobre el que abalanzarse; vagando por el campo parecía un meteorito sin rumbo: producía temor, pero nunca acababa por impactar. Cuando lo hizo, el despertador llevaba sonando media hora.