Por placer y por deber

Dos meses son pocos para reanudar una vida normal después de una operación como la sufrida por el Rey, pero tampoco vamos a considerar que la suya sea una actitud temeraria. Primero, porque no se ha puesto a hacer esfuerzos físicos impropios. Segundo, porque los actos oficiales en los que ha participado han sido exactamente cuatro, contando con el de ayer mismo, cuando recibió en audiencia la visita del ministro guineano de Asuntos Exteriores. En tres de los cuatro casos ha estado de pie apenas un minuto y luego ha permanecido sentado. Y, lo más importante, ha hecho todo eso con el permiso de los médicos que le atienden. Es muy probable, en realidad es seguro, que Don Juan Carlos ha presionado a los doctores para que le den el visto bueno antes de lo previsto, lo cual habla del fuerte carácter y de la determinación de un hombre que de ninguna manera está dispuesto a rendirse ante los latigazos de la salud.

Lo del partido de ayer fue una verdadera sorpresa que, esta vez sí, acaba definitivamente con la idea de que su vuelta al trabajo va a ser pausada y va a estar medida con extremo cuidado.

Asistir a un partido de fútbol, por apasionante que sea, no está entre los deberes del Jefe del Estado. Pero sí está entre sus aficiones. Y, probablemente, está también entre lo que él mismo ha debido de detectar como una de sus necesidades: la de volver a hacerse presente ante los españoles, la de salir del recinto de La Zarzuela y compartir con los ciudadanos la emoción de un encuentro deportivo que tuvo ayer a casi toda España con el alma en vilo.

No hay duda de que, además de darse un placer, el Rey hizo ayer un esfuerzo por recuperar su imagen como monarca cercano y popular, en un intento de difuminar las consecuencias devastadoras que han tenido sobre el afecto popular las tribulaciones provocadas al país por algunos miembros de la Familia Real, incluido él mismo.

Pero en esta aparición a pie de calle –que es lo que en realidad es un estadio atestado de gente– y en las audiencias públicas celebradas en la Zarzuela, hay un claro mensaje institucional y político: el Rey no se va a retirar, no va a abdicar de sus obligaciones ni de la Corona. No le importa que presenciemos el esfuerzo que le supone seguir adelante, que escrutemos cada paso que da, cada escalón que sube, cada movimiento que hace para sentarse. Lo que le importa es que sepamos que está ahí y que va a seguir estando mientras viva.

En las circunstancias que padece hoy esta España tan fieramente acosada por las incertidumbres, cuando no por la desesperanza, la certeza de que está garantizada la estabilidad en la Jefatura del Estado es un elemento de tranquilidad.

Porque son muchas las tareas que el Rey debería acometer en los próximos tiempos. Una de ellas, urgente y fundamental, la de apelar a los líderes de los dos grandes partidos, no para que pacten sobre tal o cual ley concreta, sino para que tengan la grandeza de dejar a un lado las agrias disputas cotidianas y las descalificaciones domésticas que, de entrada, hacen aún más difícil cualquier aproximación.

El Rey debe además pedir, y conseguir, un poco de paz de fondo entre la inevitable discrepancia, un poco más de sentido del Estado por parte de los grandes líderes. Ya lo hizo en ocasiones anteriores y ésta de hoy lo requiere de forma inapelable.

Y está también la tensión con Cataluña, un problema con cada vez más afiladas aristas, muchas de las cuales Don Juan Carlos puede contribuir de manera decisiva a limar.

Su esfuerzo por seguir en la brecha, que sin duda es físicamente arriesgado, tiene un evidente valor político. Pero también eso le proporciona y le devuelve la autoridad que siempre tuvo, que en algunos momentos perdió y que es imprescindible ahora mismo para enderezar la marcha política de España.

victoria.prego@elmundo.es