Patria o pilates

NICOLÁS Maduro es la ejemplificación física del bolivarianismo y su victoria la consecuencia lógica del reconocimiento de unos rasgos faciales con unas ideas. Maduro es de papada contenida, mejillas amplias y morenas, redondo como una pelotita de trapo; tan Chávez por dentro que se diría todo de algodón. Con esa cara de Maduro el bolivarianismo concluye su restauración estética más o menos con el mismo éxito que el Ecce Homo de Borja. Simón Bolívar, a quien García Márquez describió muriéndose a chorros muy poco épicos, tenía una cara afilada por las patillas y el gesto de incertidumbre que se le ponía a los niños al nacer cuando comprobaban que era tarde para la Revolución Francesa y pronto para Almodóvar. Ese tránsito angosto de Bolívar por la vida, que se tradujo en un rostro consumido por la enfermedad y la liberación, fue a aplacarlo el tiempo hasta que lo resucitó Chávez poniéndolo con peluca y chal a vigilar el motel desde la montaña. Chávez encontró en el bolivarianismo una excusa mitológica para dedicarse a lo que más quería, que eran los pobres empezando por él mismo. Su cara fue fundamental, porque la ciñó a unos rasgos con los que el neorrealismo socialista no tardó en reconocerse: párpados pintorescos, nariz reservada y boca exuberante de la que sólo podían salir en procesión palabras grandes como globos. Ahora, reencarnado en Piolín, admirará la sucesión estética en Maduro; nunca un hombre se pareció tanto a sus ideas: gorditas, entrañables, flojas. Es el Cleveland de Family Guy con el chándal de los domingos dudando entre hacer la revolución o llegar antes a pilates para hablar con las señoras.