Diego el de los correos

DIEGO Torres, que iba para alguien respetable en el mundo del hampa económica y se presentó en sociedad como un García Trevijano posmoderno con las cuentas manchadas de millones, se está quedando en el papel de correveidile de cartas, uno de esos personajes secundarios de James Ellroy con la fatalidad de que él ni siquiera es marica (y trafica con postales de ciclistas desnudas, o sea que lo mata Ellroy antes de la primera coma). Torres siempre parece que está a punto de hacer caer al Rey y con sus amenazas lo único que logra es garantizar monarquía para tres siglos. Aquella fascinación inicial por un señor que guardaba la llave del cambio de régimen empieza a degenerar en coñazo. Es que ni siquiera es rubia. ¿Cuántos correos tiene usted, hombre de Dios, que eso más que un buzón electrónico parece el baúl de la Piquer? ¿A qué esperan los republicanos para pedir que cese esta gota malaya que acabará con el duque volviendo al Museo de Cera a hombros? Torres filtra sus correos como una abuela aburrida que entre zurcidos te va contando que en la guerra mató a seis curas. Si no se le conociera y hubiera que preparar una batida, el equipo de Criminal Minds buscaría una señora mayor de 65 años con un hijo viviendo en casa. Detendrían a Doña Adelaida si estuviese viva. Torres ha puesto sobre la cabeza de Urdangarin los correos basados en una amistad fundada sobre el trinque, o sea una amistad de mierda. Amenaza con nueva remesa que podría afectar al matrimonio, lo que constituye una bajeza de primer grado. El empeño en llevar a la infanta al juzgado es un empeño a plazos, supeditado a un suspense que para su desgracia empieza a ser hilarante. Torres y sus correos es el Manolo del Bombo de Nóos, el ir y venir por la grada dándole al mazo con la boina. De cuando no pasábamos de cuartos, claro.