La princesa revirada

Un día escribí que la princesa tenía hechuras anoréxicas y todavía me parece oír los truenosLa estancia de la consorte en la entronización del Papa ha levantado innecesarios murmullosUnas monjitas quisieron contarle que rezaban por su suegro, pero se quedaron con las ganas

Recibo cartas, emails,wasaps y señales de humo recordándome que últimamente no hablo de Letizia. Más que un recuerdo es un reproche. A los lectores le gusta que la cronista (en este caso, yo) sea meticona, pero si afilo demasiado el adjetivo, entonces protestan. Y es que nunca acierto. Un día escribí que la princesa tenía hechuras anoréxicas y todavía me parece estar oyendo los truenos que Zarzuela envió contra mí. Sucedió con el anterior equipo de la Casa del Rey. Entonces la palabra anorexia era la más grave que se podía pronunciar. Ahora, por desgracia, las hay peores.

Los escándalos han ido a más. Alberto Aza, que hoy está apaciblemente refugiado en el Consejo de Estado (como ZP), sufrió las primeras zozobras de «la amiga entrañable» cuando su nombre aún no tenía carta de naturaleza en los cenáculos. Aza recordará seguramente una llamada de la embajada rusa interesándose por un almuerzo que habría de celebrarse en Madrid y reuniría al Rey con el estado mayor de la petrolera Lukoil. La embajada rusa deseaba confirmar algunos extremos ante la inminencia de la cita y telefoneó a Zarzuela, sorprendiendo al Jefe de la Casa en su ignorancia. Aza había sido puenteado por Corinna Larsen, que ya entonces mandaba lo suyo. La conversación entre el entonces jefe de la Casa y el Monarca sólo la conocen sus protagonistas, pero el almuerzo con los rusos fue anulado y Alberto Aza recobró la autoridad.

Volviendo a Letizia: se la juega. Cierto es que no merece muchas de las críticas que recibe, producto sin duda del resentimiento y la sinrazón (hay en ese constante machaque a la Princesa una ira profunda de marcado carácter ideológico) pero ella debería controlar esas actitudes esquivas que la adornan. Letizia es la esposa del Heredero y cualquier gesto desdeñoso por su parte no hace sino lesionar la razón que ambos representan.

La estancia de la consorte en Roma con motivo de la entronización del Papa Francisco ha levantado innecesarios murmullos. Y no tanto por la mantilla blanca o la mantilla azul (tonterías) como por el comportamiento del que hizo gala en la recepción de la Embajada de España ante la Santa Sede, donde los Príncipes de Asturias, junto al embajador, recibieron a monseñores y políticos, monjas, periodistas y demás personal. Hablando con propiedad, algunos todavía se hacen cruces de la actitud de Letizia. Nada que objetar respecto al Príncipe. «Se deshizo en atenciones con todos y estuvo impecable», afirma un señor de sayones. La Princesa, en cambio, se mostró revirada, no participó en los corrillos y parecía obsesivamente pendiente del móvil. Sólo dio charleta al periodista Pablo Ordaz, con el que se mostró muy interesada. A los demás, ni agua. Unas monjitas devotas del Papa y de la Monarquía española trataron de abordarla para contarle que rezaban mucho por su suegro, pero se quedaron con las ganas.

En un momento determinado, cansada ya de dar vueltas y poner cara larga, se acercó al grupo donde su marido charlaba con el cardenal primado de Toledo y monseñor Amigo, y echando mano de una fórmula recurrente, le espetó: «Vámonos, que nos están echando». De la literalidad de la fórmula pueden dar fe Adolfo Nicolás (el Papa negro) y Paloma Gómez Borrero (la paloma blanca). Fueron momentos de estupor. Gómez Borrero intentó diluir la tensión creada haciendo partícipes a sus interlocutores de la próxima salida de su libro: De Benedicto a Francisco: razones de un Cónclave. Un libro exprés, escrito en tiempo récord, para el que la periodista habrá contado con la inestimable ayuda del Espíritu Santo. Pero eso ya no lo escuchó Letizia. Ella ya había salido, con paso resuelto, camino de sus cosas.