Alaya

NO SÉ en qué me fijé antes, si en la juez o en su maleta. Porque esta señora y señoría arrastra casi siempre una maleta como si viniera del AVE al juzgado o como si se fuera a ir de finde después de empurar a varios en el curro. Pero no, parece ser que Mercedes Alaya nunca descansa. En la maleta lleva los papeles con los que se dispone a empapelar a los malos del ERE y de lo que toque, toscos hombres barbudos que contrastan con la blanca porcelana, a lo Lladró, de su aparentemente frágil figura.

Alaya está atada a su maleta como los reclusos del tebeo están encadenados a su gran bola negra. Los extremos -y los extremeños- se tocan. Se ha dicho de algunos hombres que llevaban el Estado en la cabeza. Esta mujer lleva la Justicia en la maleta y ello, según sabemos, hace, sin embargo, que le duela la cabeza y no la maleta.

Nunca la he visto bajarse de un coche. Llega a las puertas de su juzgado caminando. Seria, estricta e indiferente. Como si las cámaras no fueran con ella ni a por ella. No dice palabra. La chica de la maleta se limita a arrastrar la maleta. No sé si tiene guardaespaldas, pero lo que necesita es un mozo de equipajes o de estación, porque si no, y a la larga, va a padecer precisamente de la espalda. La maleta, pesada carga. La carga de su cargo. La carga que contiene las pruebas de cargo con las que se va a cargar, sin torcer el gesto, a esos hombres barbudos que, amén de entrar y salir del juzgado, siempre tienen cara de entrar o salir de un bar.

No tengo noticia de cómo respira la juez Mercedes Alaya políticamente. En realidad, pienso que no respira. Al menos, por la boca, siempre cerrada. Espadas como labios, escribió el poeta. Aunque la Justicia sostiene una espada, los labios de la juez Alaya son, de puro finos, como cuchillas. Cuchillas que afeitan a los hombres barbudos como cortantes páginas del Código Penal. O del que sea.

Hace tiempo que tiene un club de fans en Facebook. De melena larga y cejas separadas, sevillana, madre de cuatro hijos sin cumplir los 50, la atractiva juez especula coquetamente con una cierta sosez virginal. Viste de tal modo -y con perceptible variedad- que la ropa le cae encima como una segunda piel. Una segunda piel que trasparenta su piel, a la fuerza más curtida de lo que podría imaginarse.

Ni duerme ni deja dormir.