El teatro de México soy yo

MARTES

El tipo de 'Nazarín'

Su país no lo puede olvidar. Ni lo han borrado de la memoria varias generaciones de latinoamericanos que lo recuerdan del cine y la televisión, los discos de versos y de corridos revolucionarios. Pero Ignacio López Tarso (Ciudad de México, 1925) es un hombre de teatro y el teatro de aquella región del mundo no puede explicarse sin él en los escenarios.

Hizo medio centenar de películas y es una de las estrellas del cine de oro mexicano de los años 50. Sin embargo, López Tarso, que sabe algunas cosas sobre la actuación y el talento, insiste que en sus biografías salgan en primer plano sus trabajos en Nazarín,con Luis Buñuel, Tarahumara, de Luis Alcoriza, y La vida inútil de Pito Pérez, con Roberto Gavaldón.

Hace unos días lo hicieron doctor Honoris Causa en la Universidad de Guadalajara, la ciudad donde vio por primera vez una obra de teatro a la edad de ocho años. «Me impactó cómo la gente se olvidó de sí durante dos horas. Pasó el tiempo y reparé muchas veces en ese recuerdo; no supe ni qué actores eran, ni qué obra, ni qué es lo que pasaba, pero lo que allí sucedió cautivó toda mi atención, y eso me maravilló», dijo años después.

López Tarso estuvo a punto de ser cura sin vocación y militar por obligación. Fue vendedor de tela y luego se fue a Estados Unidos con unos amigos a recoger frutas para regresar con un poco de dinero. Volvió con una lesión en la columna y la decisión de hacerse actor a pesar de que su padre le había advertido de que dedicarse al teatro y casarse serían sus dos graves errores.

Quiere que lo recuerden sin lástima, sin rencor y sin tristeza y que se le valore por el arte que ha realizado.

Es un hombre que se conoce. Se lo dijo a la periodista Consuelo Medrano: «Cada edad tiene sus derechos, pero nunca es tarde para amar, para encontrar su nueva oportunidad. Así es la vida, hay que buscar para encontrar la felicidad. Yo me siento feliz de realizar tantas obras bellas. A veces pienso que soy teatro».

MIÉRCOLES

Sábanas y tumbas

El poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio (Buga, 1945) pertenece a un grupo de escritores que se conoce como la generación desencantada. Él, un lobo solitario que abandonó el Valle del Cauca y vive ahora bajo el solazo de Cartagena de Indias, es el más desencantado de todos. De todos los colombianos.

Su poesía se parece al hombre o al revés, pero se roban, se hacen emboscadas y amanecen fajados por el protagonismo en los espacios culturales de su país.

La competencia es leal ya que los contendientes tienen el poder de una esencia común. El desafío es beneficioso para Colombia y para el idioma español porque con cada línea de verso Alvarado le da más vigor, claridad y pureza a una obra que le deja las complicaciones y el misterio a los mensajes internos y se presenta a los lectores disfrazada con una indumentaria elemental. Y, a la vez, el escritor se empeña en ser implacable en sus críticas y en transferir la virtud del cuchillo de monte a las palabras mientras espera que los suecos convoquen un premio Nobel para la diatriba.

«Yo cultivo mi poesía, mi conciencia replicante y mis enemigos», le dijo a Víctor Bravo hace poco en Caracas. Y agregó: «Me he dedicado a combatir aquéllos que usan del dinero público para darse lustre, para pasarlo bomba, con el cuento de que son poetas, grandes narradores y en verdad son grandes avivatos».

Ése es el Alvarado más espectacular y publicitado en su país, un tipo que recorre la actualidad literaria con un patíbulo en el maletero de su carro para que no se salve ninguno de los escritores, editores y críticos que dormitan en sus infinitas listas negras.

El autor de Espejos de máscaras y Los goces del cuerpo recibe también una andanada diaria de ataques y reconvenciones, pero ni las víctimas de su prosa de poeta recargada con dinamita, ni otros observadores neutrales de esas escaramuzas verbales niegan que el enorme señor de Buga es un ensayista brillante, un traductor de primera y un periodista polémico, culto, agudo y valiente.

Su poesía, identificada por su angustia por la fugacidad del tiempo y por la sorprendente levedad del placer, tiene una fuente directa en Jorge Luis Borges, la poesía china y en la generación española de los 50, con preferencia por Jaime Gil de Biedma, aunque nunca deja de mencionar a Caballero Bonald, Ángel González y Francisco Brines.

Lo recuerdo ahora, en su casa de Cartagena, independiente y solitario, frente al ordenador en el que tiene su redacción la famosa revista de poesía Arquitrave, fundada en el año 2000 y que tiene ya 51 ediciones de papel y 53 digitales.

No conozco los horarios de Alvarado para sus guerras despiadadas y los artículos que levanta con tinta y alcayatas. Sospecho que para escribir versos no tiene que ir al teclado porque dijo una vez que, sin la poesía, ya se hubiera dado un tiro en la cabeza. Me gusta compartir con los lectores de EL MUNDO lo que piensa el poeta de su salvadora: «Tú, la detestada, la leprosa, la purulenta,/ eres la mejor de las hembras/ y la mejor madre/ la mejor esposa/ la mejor hermana/ y la más larga y gozosa de las noches».