Marcel Proust, poeta

Según el concepto que cada quien tenga de la poesía (para el Larousse, simplificando, es tan sólo «el arte de hacer versos») podrá no extrañar el título de este artículo y el libro que presenta, o por el contrario, sorprenderse del todo. ¿Cómo no suponer que En busca del tiempo perdido, la catedralicia novela total de Proust (1871-1922) no tiene partes no sólo líricas sino, más precisamente aún, poéticas?

Sin embargo, la mayoría no sabe que Proust escribió versos a lo largo de su vida y que ahora Cátedra los ha recogido en un tomo bilingüe, obra de Santiago Rodríguez Santerbás, con el sonoro, real y algo artificial título de Poesía completa.

Buen lector de poesía, desde los clásicos a los simbolistas (alguno de los cuales, menores, fueron amigos suyos) nada más natural que el joven Proust -el que todavía era snob y mundano y admiraba al conde Robert de Montesquiou, poeta decadente y personaje singularísimo- se diera a la poesía.

Revistas juveniles y naturalmente su primer e hinchado libro, Les plaisirs et les jours -Los placeres y los días- de 1893, mezcla de prosas y poemas (valen más las prosas) contienen lo que Proust dio a la poesía, directamente tal, como más pensado y serio. El título del primer poema deja adivinar ya mucho de lo que Proust sería: A menudo contemplo el cielo del recuerdo.

Pero acaso porque la prosa lo fue absorbiendo -no en vano- y porque tenía amigos poetas, tanto parte del crepúsculo simbolista como del crepúsculo de la aristocracia como clase (he nombrado a Montesquiou, hay que añadir a la condesa de Noailles) quizá Marcel fue llegando a la conclusión de que la poesía -la que no estaba en la novela- para él era un divertimento rimado con el que halagaba a sus damas queridas, hacía retratos burlescos en dos pinceladas, o una especie de singular dedicatoria para personas especiales. Así, no es casualidad que el primer poema de esta colección sea puro simbolismo al uso y los últimos estén dirigidos a Paul Morand (un escritor amigo, cuyo primer libro prefació un Proust ya enfermo en 1921) y unas dedicatorias «A Céleste», que no es otra que su gobernanta, criada y casi factótum final, o sea, Céleste Albaret («Alta, fina y hermosa, algo delgada…»).

En medio, como he anticipado, bromas, juegos, parodias y algún poema a uno de sus amores juveniles verdaderos, uno de los «muchachos en flor», muy lejos de su final con muchachos venales o camareros del Ritz, o sea, el refinado músico Reynaldo Hahn, a quien dedica un poema (se escribían con frecuencia) jugando con su perro basset.

¿Hay en este tomo gran poesía? Ya habrán sospechado que no; hay divertimentos y amor al arte. El gran Faulkner no está en sus poemas (y eso que publicó dos libros) ni el mejor Baroja está en Canciones del suburbio (su único libro de poemas), ni el mejor Nabokov en sus poemas sueltos. Pero puesto que hablamos de autores de primera, podemos decir sin temor, que Proust poeta menor es Proust entero. Hay que conocerlo.