La última nevada

AL CONTRARIO que Aureliano Buendía, cuyo padre en vez de llevarlo a putas lo llevó al hielo, un día de 1987 vi la nieve porque la trajeron a conocerme a mí; ¡es la nieve la que habrá de recordar, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento! Nos dieron festivo en el colegio y pasamos el día tirándonos bolas. Un chapón las almacenaba detrás del pabellón y decidió esperar al día siguiente para entrar en guerra; hubo una mañana más calurosa que en agosto y aún así se corrió la voz de que el empecinado se presentó a ver el arsenal: ahí un poco nos empezamos a alejar todos de los libros. No volví a ver la nieve hasta 20 años después, cuando aprendí a esquiar. Era ya una nieve desconocida, de prestado, ajena a la nieve de la infancia y de la primera vez; una nieve que rodeaba paisajes extraños que sólo conocíamos con nieve, y no nuestra alegre y confiada ciudad. No nuestra iglesia, ni nuestras calles de piedra valleinclanesca ni todos los rincones en los que habíamos sido felices sin nieve y soñamos un día de 1987 en serlo también con ella. Por ello me libré de las metáforas de la nieve y de toda la literatura de la nieve, que quedó zanjada poéticamente cuando Boris Grushenko se la sirve a su amada en el plato para sobrevivir al invierno. No conocimos el frío más que por la sobreactuación de mamá al vestirnos y la nieve fue pronto un recuerdo tan fantástico que muchos creyeron haberla soñado.

Se recortaron en Pontevedra las portadas de los periódicos, se agotaron los carretes y aún hoy se habla de aquel día como de Star Trek; haber visto la nieve es aquí un signo de distinción casi senatorial y los elegidos nos saludamos con un amago imperceptible de «tú y yo lo vimos; tú y yo estábamos allí y sabemos que hay quien aún sigue, con un notable en Ciencias de 4º de EGB, detrás del pabellón preguntándose qué pasó».