Mujeres que beben

LA UNIVERSIDAD de Vigo acaba de publicar un estudio muy difundido por los periódicos, como no podía ser menos, sobre la relación de los universitarios y el alcohol, que es muy reciente de unos años para aquí. Efecto imitación como los que se echan por la ventana, que hay un solterón en mi edificio que al ver el telediario dice amargamente: «Voy a tirarme yo también, a ver si bajando conozco a alguien». Del estudio se desprende que más de la mitad de las jovencitas beben para emborracharse en tiempo récord, no sé si como flappers. Es una diferencia muy superior a la del hombre, que lo hace en menor medida. De todos cuantos placeres me concedió la vida, y han sido muchos, el mayor es el de la mujer bebiendo a mi lado, mayormente para que no beba yo. No en tiempo récord, desde luego, ni para emborracharse inútilmente, sino con verdadera elegancia, afilando la inteligencia con intensidad y disparando a discreción, plena de facultades. He estado siempre rodeado de mujeres bebedoras; mujeres que piden whisky después de comer, encienden un pitillo y empiezan a bajar la copa a hachazos sin perder un gramo de compostura; luego se van al baño aún más altas y exuberantes que cuando se sentaron, subidas a tacones improbables. En una mesa manda siempre quien agarra la botella por el cuello como si fuese una cabra y no quien la levanta por el culo, escurriéndola. Una mujer cerca de la barra pero sin llegar nunca a la barra; una mujer a punto de estar borracha pero siempre sin estar borracha. La seducción es estar a punto de algo, por eso persistimos, y el sexo es conseguirlo holgadamente, por eso nos arrepentimos. Esas chicas que dicen beber para emborracharse no saben aún que no se bebe para olvidar, sino para recordar menos, de la misma manera que lo contrario de obedecer no es desobedecer, sino mandar.