«Otra Iglesia y otro Dios son posibles»

La boina calada, la camisa blanca de oficiar insurrecciones, la melenita escapando por debajo de las sienes, los pies desnudos sobre las sandalias de trotar en la noche verde de la selva. La barba de profeta que echa versos y utopías con palabras que hacen fuego al tocar la atmósfera del oído de los pobres. Ernesto Cardenal de visita en Madrid y Madrid que late con pulso de fiebre. Ernesto Cardenal, nicaragüense de revoluciones, con los ojos pequeños que apuntan con distancia y un vago rumor desvencijado.

Fuera de la pecera del hotel, del otro lado del ventanal de la mañana, la huelga general trabaja sus símbolos contra la nueva cultura del desolladero. Y Cardenal pregunta: «¿Se ha detenido la ciudad completamente?». No lo parece. «Qué hermoso el espíritu de la protesta», exclama. A dos pasos de la Gran Vía, el viejo apóstol que daba la eucaristía a campesinos con metralleta sigue con esa fe que eleva la poesía, levantando cálices que llevan dentro la sangre del socialismo derrotado: «El socialismo nunca ha fracasado porque nunca se ha aplicado; el capitalismo ha fracasado porque sí se ha aplicado», ataja.

Cardenal habla poco. Tiene la voz quemada de misticismo. Sostiene que un régimen no se derriba con sonetos, sino extendiendo la lucha de los invisibles más allá del horizonte. Nació en 1925, en la Granada nicaragüense, en una mansión de mucha alcurnia llamada la Casa de los Leones, hijo de una familia respetable. Pero él se echó al cancán de las revoluciones ya muy joven, galopó por el mundo, se inflamó de consignas y Evangelio. Asumió la Teología de la Liberación y aceptó el dedo admonitorio del Papa Wojtyla. Aquella imagen dio la vuelta al mundo.

Hoy, Cardenal es un hombre cansado por fuera pero aún alimentado por esa rebeldía que es algo más que una foto tomada entre el humo del pueblo.

-¿La poesía impulsa cambios?

-La poesía ha servido siempre para eso. Es el primer lenguaje de la Humanidad y nos ha hecho avanzar. La poesía nos hizo humanos. Las palabras nos diferenciaron de los animales. El primer idioma del hombre fue la poesía. Y lo sigue siendo.

-¿Escribe en legítima defensa?

-Más bien en defensa de la Humanidad, no sólo de uno mismo. Es más, uno escribe en ocasiones con riesgo para sí. Es el caso de los profetas, que murieron por ser profetas. Y un profeta es un poeta. En la Biblia es así.

-¿De qué modo vive en usted hoy la poesía?

-Es mi vida. Es mi vocación. Con ella nací.

-¿El hombre ha aceptado el acomodo de la resignación?

- Es cierto que existe una apatía mundial que está mermando a los pueblos. Pero hay que escapar de eso.

- ¿Y ahora, una revolución?

- Bueno, es complicado... Está por ver, pero es necesaria. Las que hemos visto pueden ser un buen ejemplo, pero poco más. Los movimientos que les abrieron paso ya no existen. Son parte de la Historia. De hecho, al tercer volumen de mis memorias lo titulé La revolución perdida. Y quizá por esa pérdida tenemos tanta involución y dictadura... Las revoluciones esconden mundos nuevos.

- Vive amenazado en Nicaragua.

- Sí, pero no puedo dar detalles por la represión que sufro por parte del régimen de Daniel Ortega y su mujer.

- ¿La edad le ha hecho escéptico?

- Nunca lo fui. La edad lo que ha hecho es, si acaso, aumentar mi optimismo, mi fe.

- ¿Y la capacidad de subversión?

- Sin duda, cada vez es más fuerte la insurrección mundial. Y va encaminada a una revolución global. La revolución tendrá que ser una sola, de todo el mundo.

Cardenal es un trovero de frase corta. Asegura que todo lo que ha de decir está en sus libros. Que le busquen ahí. Luchó contra la dictadura de Anastasio Somoza y ahora contra la corrupción correosa de Daniel Ortega. Fundó una comunidad utópica de campesinos en el archipiélago de Solentiname, a la orilla del lago Cocibolca, y de aquella experiencia salió uno de sus libros de poemas principales: El Evangelio de Solentiname. Este cura zaherido no pierde el compás ni baja la guardia. Es uno de los poetas destacados de Latinoamérica y ha dejado en su Cántico cósmico el testimonio ancho de su palabra. En un quiebro extraordinario, tiene en un costado a Dios y en el otro a Ezra Pound. Y de ambos habla con ese aire encendido de los santos con melena, sin regalar sonrisas, con ese perfil serio, como de acantilado de mármol si le da la luz.

-Jesús dijo: «Otro mundo es posible». ¿Le cree?

-Sin duda. Él lo llamaba el Reino de los Cielos en la Tierra, entendiendo por cielo la palabra de Dios... Hay un Evangelio apócrifo que dice que el Reino de Dios es este pero no lo vemos...

-¿Y eso?

-Pues que no podemos verlo.

-¿Y otra Iglesia es posible?

-Claro que sí. Y otro Dios también.

- Eso no gustará a algunos.

- Pero sí a Dios.

- ¿Es usted un poeta bienentendido?

- No sé, pero me esfuerzo para que mi poesía se entienda.

- ¿Y un hombre bien entendido?

- Eso es más difícil.

- Tres pilares de su vida son revolución, Dios y poesía. ¿Siguen intactos?

-Lo siguen, pero para mí son un sólo pilar. Los tres son lo mismo.

-La lucha armada.

-Tenía sentido en ciertas condiciones extremas. Pablo VI dijo en Colombia que la lucha armada estaba justificada cuando había una tiranía evidente y prolongada. Me atengo a eso... Aunque es preferible usar otros medios de lucha democráticos y cívicos como las urnas, la libertad de prensa, los partidos... En América hemos vivido situaciones difíciles. Y desarrollamos caminos muy interesantes como lo que promulgaba la Teología de la Liberación, que debía llamarse Teología de la Revolución. Eso preparó mucho a los pueblos para la revolución cuando no había ya otros modos de lucha.

-Aunque el Vaticano...

-Nadie se pregunta por qué está en contra de esa Teología y la combate. El Vaticano no es partidario de ninguna revolución, sino de todo lo contrario.

- Sus relaciones con la curia son...

- Ni buenas ni malas.

- ¿Se considera un superviviente?

- De un largo naufragio... Soldado derrotado de un ejército invencible.

Y en medio de este baile de rufianes que es la vida, el viejo Cardenal, cansado y zurrado por las decepciones, decide callar. Cruza las manos y queda clavado en la silla, como un templete, quizá soltando imprecaciones sin alzar ya la vista de las baldosas.