Espanya

ESCRIBO en domingo. Ignoro, aunque me lo malicie, qué partido se ha alzado con el gordo en las elecciones catalanas y cuáles tendrán que salir de pobres con la calderilla de la pedrea. Quienes se abracen, marrulleros, al presidente entrante (y saliente) acabarán besando la lona.

¿Elecciones? No lo son, stricto sensu, pues seguirán en el machito quienes ya lo estaban. De ciegos es confundir un proceso electoral con un paripé soberanista.

Lo del 25-N ha sido un referéndum, por mucho que la Constitución, ese papel mojado, lo prohíba. Aprobemos otra cuanto antes. Llevémosla al taller de la corona. En el fémur del texto vigente está el origen del proceso artrítico que deforma las caderas del país. Aludo al delirio de las autonomías.

Barcelona, 1950… Aparece un libro -La España primitiva- del historiador catalán Luis Pericot. En él se dice: «Es imposible que las raíces milenarias no hayan dejado en el fondo del alma hispana un sedimento más poderoso que todas las aportaciones de los últimos dos mil años». La Diada acaba de cumplir tres siglos.

Estrabón dio fe de que el pueblo ibero tenía «cantos y leyes con más de seis milenios de antigüedad». Uno de esos cantos, por cierto, es la sardana.

En Galicia también la bailan, pero allí se llama muñeira. Son, de costa a costa, danzas de salutación solar. ¿Y si el mismo sol saliera para todos y nos cogiéramos de la mano para saludarlo juntos?

Dudoso es que conozcan tales citas (y otras similares) quienes ayer votaron a favor de la independencia de Cataluña, pero deberían reflexionar sobre ellas para no seguir tirando piedras contra su tejado. Todos los nacionalismos son fruto de la ignorancia. Ya lo demostró Juaristi en lo concerniente a Vasconia.

Ignorancia -la del avestruz que entierra la cabeza para no ver lo evidente- es también prestar oídos sordos a las sospechas de corrupción esgrimidas por EL MUNDO, acogerse al socorrido y cínico argumento de que «será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta» -lo digo como metáfora. Mas sólo es hijo (y padre, al parecer) de gente rica, muy rica- y creer que los trapos sucios siempre se lavan en casa.

No, amiguitos. Siempre, no. Los de la ropa íntima, sí, pero los de la pública se lavan en el fregadero de los tribunales y se orean, si así lo deciden éstos, en los patios de las cárceles.

Larra escribió: «Aquí yace media España; murió de la otra media».

Que así no sea. Quizá estemos a tiempo.