Fin de la charlotada

A MÁS del 30% de los catalanes le es indiferente la independencia de Cataluña. Al menos, no les importa lo suficiente como para levantarse del sofá, según los datos de la abstención. Al 69% sí les importa la cuestión, no sabemos en qué medida. De ese 69%, número que ejemplifica la relación visceral de Cataluña con España, hay un 35% que vota PP, PSC y Ciutadans. Con unas simples tablas y una calculadora puede deducirse que efectivamente el plan soberanista no es que divida a la sociedad catalana, es que la cuartea. Pero Mas, con el 22,56% de su comunidad en paro, tuvo una visión. Tuvo un sueño según el cual a los catalanes les importa más ser nación que encontrar trabajo. Y guió al pueblo, que no era el pueblo sino sus votantes, y al final ayer se demostró que ni eran suyos los votantes, sino de Esquerra. Mas se metió en un papel que no le correspondía históricamente y los suyos le mantuvieron en delirio todo lo que pudieron, como en un embarazo psicológico: el hijo que esperaba Mas no era de él, sino de la izquierda independentista. La charlotada tuvo su apogeo cuando dijo que no se veía como un mesías sino como un líder que quería abrazarse a su pueblo. No como Jesucristo sino como un hombre que quería andar sobre las aguas. El fascista Mussolini advertía del riesgo de las mujeres insatisfechas: «Al no poder abrazar a un hombre, abrazan a la humanidad». Como los rockeros en éxtasis, Mas se tiró del escenario para que lo mantease la multitud, que se retiró discretamente. La estrella que quería ver en la bandera la vio en el cielo, tumbado boca arriba en la ladera del Tibidabo mientras soñaba con la última rubia que vino a probar en el asiento de atrás. Más que como nación, Cataluña funciona, para los que se suben a ella a domeñarla, como amor no correspondido.