La Vanguardia Catalana

Querido J:

Salvo en alguna remota república soviética o en los feudos de la Liga Norte padana no hay constancia de que algún político haya rebajado el argumento democrático como lo está haciendo el presidente Mas. Desde el 11 de septiembre todas sus intervenciones se cuentan por insultos. Al resto de los españoles, a su gobierno y a sus instituciones, desde luego; pero también insultos a la razón, a la ley y a la lógica, que deberían abochornar, sobre todo, a los ciudadanos a los que pide su voto. Todo catalán autodeterminado debería considerar como un golpe franco a su inteligencia y como una prueba de decadencia moral la propia existencia política de Artur Mas. No es que no deba obtener la mayoría absoluta; es que el presidente Mas debería ser expulsado de la política por los votos abrumadores de los ciudadanos. Como el de cualquier otro sargento totalitario, su discurso es una constante humillación a los demócratas; y una humillación especial a cualquier persona cívica, realista y amante del comercio. Es difícil elegir entre la exuberante fraseología del presidente Mas alguna que retrate su deriva; pero cuando dijo, a principios de noviembre, que su proyecto no lo «podrá frenar nadie, ni los tribunales ni las constituciones ni todo lo que pongan por delante», estaba exhibiendo la hechura del golpista, es decir, utilizando una lengua que desde la Transición española solo se había oído en boca de los espadones de El Alcázar o en alguna pétrea aldea vasca gobernada por el terrorismo.

Nadie salvo sus íntimos puede descartar que el presidente Mas sufra alguna patología mental más o menos transitoria, y digo esto con una seriedad de prospecto farmacéutico. La hipótesis no es ajena al poder, ni al poder catalán a lo largo de su desgraciada historia. Pero al margen de esa posibilidad, lo que me interesa es subrayar que la conducta del presidente, ni siquiera en sus extremos más torvos y empecinados supone una anomalía histórica. Cuando se trata de desafiar el orden constitucional la recurrencia a una banda de hombres audaces -la Vanguardia Catalana-, de número reducido pero hiperactivos, cuyo objetivo no es el convencimiento de las masas sino su secuestro emocional, es casi un tópico estratégico.

La banda no fundamenta su estrategia en la veracidad y plausibilidad de lo que dice. Hay un adecuado aforismo del griego Nikos Dimou donde pone una objeción a una célebre frase del poeta Dionisios Solomós y a la veracidad política del nacionalismo: «'La nación debe considerar nacional lo que es verdadero'. Nosotros, desde hace años, procuramos convencernos de lo contrario». En efecto: la verdad es una frase subordinada. Importa la actividad. Incesante. El movimiento como asunto crucial. Hay dos formas de persuadir: la demostración y la repetición. Los audaces eligen esta última. Sólo precisa actividad y de un aparato de propaganda bien lubricado, que convierta el eco en intimidación.

La principal tarea social de un sistema comunicativo es determinar de qué se habla. Trazar el perímetro de la discusión. El último ejemplo catalán es de una evidencia desacomplejada, casi brutal. Desde el 11 de septiembre los ciudadanos han dejado de hablar de la crisis, del recorte del bienestar, para sólo hablar de la independencia. Esto ha sido posible no sólo porque el relato de la independencia es más atractivo periodísticamente que el de la crisis estancada y opaca: como bien sabes, el sistema comunicativo catalán escribe editoriales conjuntos y sus integrantes sobreviven gracias al mismo pagador, lo que simplifica la toma unívoca de decisiones.

Para que la propaganda cumpla sus fines es indispensable también el refrendo estadístico. El proceso comienza con el líder profiriendo una sandez. Continúa en los periódicos dándole a la sandez naturalidad informativa: cualquier cosa a cuatro columnas mejora en su relación con la plausibilidad. Y culmina con el cocinado de las encuestas, que decide cuántos catalanes se han adherido ya a la sandez inicial e invita a adherirse al resto por un procedimiento simpático elemental.

Hay una última cuestión autóctona, que favorece los propósitos de los audaces. El prestigio del lugar donde su actividad se proyecta. Después de la sangre derramada, lo peor que ha hecho ETA al nacionalismo es reforzar la imagen del País Vasco como un lugar de brutos. El tópico catalán, comprado a granel en los reductos acomplejados de España, exhibe todo lo contrario. ¡Cómo tan refinados y pacíficos mercaderes iban a aceptar los presupuestos de un enajenado! Pero hay precedentes, claro está, de pueblos que amaron la música y la filosofía, firmemente secuestrados por una banda que apeló ¡también! al expolio. Es llamativo que el apego por las bellas artes sirviera en su momento para descuidar la autodefensa civil en razón de la incredulidad: «No, no, no puede ser posible que un pueblo...», y una vez perpetrado el crimen fuera el eje de la perplejidad póstuma: «¡Pero cómo fue posible que un pueblo...!». No sólo es posible sino razonable: cualquier secta rebosa de personas inteligentes y sensibles.

Los hombres audaces disponen, pues, de un operativo repetidamente ensayado por la historia. Está activo. ¿Qué falta? Bueno, como en la vieja canción alucinada de Sisa, para que el sol salga de noche faltas tú.

Sigue con salud

A.