No cabía un alfiler

La fiesta de Halloween del Madrid Arena tenía milagrosamente todos los rasgos sociológicos de aquello de lo que huyo por raza: música electrónica, recinto cerrado, drogas sintéticas y una gran multitud. Las tres primeras peculiaridades son desengaños de viejo, lo de la gran multitud ya no tanto: no hay muchedumbre feliz. «Detrás de las sonrisas, las risas, las músicas y los eslóganes hay sangre que se calienta, sangre que se agita, sangre que gira y enloquece al verse revuelta y removida en su propio torbellino». Claudel hablaba de la turba, que estalla como metástasis hasta en las horas más tranquilas.

El prestigio de lo macro hace tiempo que se instaló en el ocio como triunfo insalvable. Una sesión de música en la que no quepa nadie es una noche para recordar, pero a quienes observamos el fenómeno a distancia nos parece, muy a menudo, una trampa para conejos. Que la diversión se cimente en la masa es un principio pernicioso. Esa multitud es un pequeño Estado que a menudo no cuenta con seguridad adecuada ni con fronteras visibles por las que huir. Y esto dando por buenas las cifras de la empresa y pasando por alto el vicio más frecuente de la organización discotequera: dejar pasar gente hasta que reviente la pista y laxitud en el registro de entrada para proyectar la imagen de un triunfo; la madre de todas las fiestas en la que no haya un metro cuadrado por cubrir, causa deslumbrante de una caja desbordada.

Llenazo suele ser sinónimo de éxito y el no cabía un alfiler, una garantía épica. Estaba todo el mundo es una frase casi de reproche, cuando debía serlo de desconsuelo; imposible llegar al baño y 45 minutos para pedir una copa. Eso es algo que uno elige o no dependiendo de sus gustos. No así sobrevivir: todo el mundo tiene derecho a ponerse a salvo, sobre todo si ha pagado entrada. Que no pueda hacerlo es un fracaso de la organización y un fracaso del Ayuntamiento de Madrid, que si sueña con despojarse de responsabilidades es que vive en otro planeta.

No se muere nadie a los 18 años por una desgracia inevitable, como cuando a uno le cae encima un rayo. Un periódico pisa cadáveres y trata de saber por qué tres chicas entran a bailar y salen envueltas en papel de plata. Hay que preguntarse por qué no falla una situación de emergencia prevista en un ascensor con dos personas dentro y sí en una sala con miles de chavales. Y en base a qué razón moral se da el lujo de continuar la fiesta tras sacar por la puerta de atrás tres muertas. Éstos no son indicios, sino pruebas de hasta qué grado importa el negocio, y adónde llega la caracterización del público como rebaño gastón que ni muriéndose por la incompetencia de unos pocos consigue frenar el show.