Para ser político no se exige nada

Para ser dependiente de El Corte Inglés, para trabajar como taxista en Málaga, para acceder a jefe de sección en cualquier empresa media se exige que el candidato cumpla una serie de condiciones. Para ser político no es necesario tener título universitario ni máster ni bachillerato ni idiomas ni experiencia ni nada de nada. Es lógico que así sea porque en una democracia sana corresponde a los electores elegir a los que van a gobernar.

Una cosa es esa y otra que los políticos elegidos nombren para los cargos públicos a sus parientes, a sus amiguetes, a sus paniaguados, sin otra exigencia que la relación con quien les nombra a dedo. En España padecemos 400.000 cargos públicos, 200.000 más que en Alemania que nos dobla en población. Y a esos cargos no se les exige condición alguna, salvo la lealtad habitualmente perruna y letrinal al jefe.

El presidente del Gobierno ocupa el cargo democráticamente por elección indirecta de los ciudadanos representados en el Congreso de los Diputados. Puede nombrar los ministros y ministras que le vengan en gana, aunque sean ineptos. Y así lo han hecho en demasiadas ocasiones. Desde el primer Gobierno de la Transición a nuestros días, algunos pintorescos personajillos han ascendido a los cielos ministeriales sin tener experiencia, sin titulación, sin idiomas, sin requisito alguno. José Luis Rodríguez Zapatero rozó el rizo de los despropósitos y algunos de sus ministros, algunas de sus ministras, no hubieran sido aceptados como auxiliares de Redacción en este periódico.

No es verdad que, en sus líneas generales, la clase política española sea corrupta aunque la crecida de las trapisonderías empiece a alarmar. Nuestros políticos no son corruptos sino, salvo las debidas excepciones, mediocres y carentes de preparación. Hablan por radio y televisión y parecen boxeadores sonados. Entienden la política, no como el servicio al interés general, sino como un modus vivendi personal y como una forma de agencia de colocación para satisfacer los compromisos de su clientela. La mayor parte de los miembros de la clase política española no encontraría trabajo en la vida ciudadana. Por eso se aferran a seguir chupando del bote, por eso se cuelgan con ardor de la teta del Estado. Como ocurre con casi todos los mediocres, como sucede con la inmensa mayoría de los nuevos ricos, los políticos se dedican a demostrar lo importantes que son imponiendo las más disparatadas trabas burocráticas a los ciudadanos, amén de gastar desaforadamente y entregarse al lujo y a la suntuosidad que pagan los contribuyentes.

Y, claro, los españoles, que no son unos pardillos, que se nutren de la sabiduría popular de los siglos, han tomado la medida a los políticos que nos gobiernan y los han situado en tercer lugar entre los diez grandes problemas que agobian a España. Si la clase política quiere recuperar el respeto debe, entre otras muchas cosas, reducir a la tercera parte los cargos públicos y encaramar en ellos solo a los que cumplan unas exigencias mínimas de capacidad. Como no me parece que los políticos, incluso los más preparados, estén por la labor, el divorcio entre la clase política y la ciudadanía se irá acentuando hasta que un día explosione la olla a presión de la indignación popular. La realidad es que, hoy por hoy, cuando la gente reconoce a un político en una cafetería o en la calle suelen producirse abucheos e imprecaciones.

Luis María Anson es miembro de la Real Academia Española.