El test Pedro J.

HE HECHO ayer el test que proponía Pedro J. Ramírez y a mí también me da de resultado cinco síes y cinco noes. Pero aunque me hubieran salido diez noes nunca me marcharía de este país del que estoy tan harto y tan desencantado.

A mí me sucede como a Woody Allen en Manhattan: tengo la sensación de estar metido en una pesadilla sin salida, pero luego encuentro algunas razones para vivir: la bahía de Bayona, el arroz con bogavante, los partidos de fútbol, el cine negro y los periódicos de papel.

Yo diría que mi pesimismo congénito se contrarresta por mi capacidad para disfrutar de las pequeñas cosas. Ayer, por ejemplo, escuchaba el concierto número dos para piano de Brahms mientras veía un esplendoroso atardecer con el sol rojo poniéndose sobre el mar.

Creo que España se está yendo a pique y que la generación de políticos que nos gobierna, que es la mía, es una pandilla de incapaces y aprovechados. No me explico como este país ha renunciado a muchos de los ideales que nos llevaron a luchar contra el franquismo porque nos asfixiábamos en aquel régimen de estupidez y falta de libertades.

Pero lo peor de todo es que soy escéptico sobre las posibilidades de cambio. Creo que no las hay porque, salvó en la década prodigiosa de la Transición y la entrada en la UE, España siempre ha ido para atrás como los cangrejos. Desgraciadamente, los Borbones han sido nefastos, con la excepción –a pesar de sus graves errores– del actual monarca.

Aun existiendo una maldición histórica que pesa sobre nosotros y muchas injusticias que coexisten con intolerables privilegios de las clases dirigentes, este país no es una mierda y nunca lo será porque los españoles conservan todavía una rabia interior que es lo más parecido a la dignidad. Aquí no soportamos que nos humillen y siempre hemos sabido reaccionar cuando alguien nos ha pisoteado. A pesar de la Inquisición, el clericalismo y las sucesivas dictaduras, España ha alumbrado mucho talento, incluso demasiado.

Siendo un país de extremos, nunca hemos caído en la mediocridad y, a pesar de los estragos de un sistema educativo nefasto, perviven en la mayoría de las familias unos valores que configuran nuestra verdadera identidad, que no tiene nada que ver con el patriotismo rancio que ha aflorado estos días con Gibraltar.

Aunque soy un español cabreado, nunca me iría de aquí porque, al final, amo esta tierra aunque no sepa las razones.