Los gatos de la libertad

VIDAS REVUELTAS

ADOLFO ARRIETA / Director de cine

Sucedió así: estábamos citados a mediodía en una de esas casas de comida regional en cualquier punto de Madrid. Llevaba meses oyendo hablar de él. Cazando al vuelo en viejas cintas de VHS algunas de sus películas. Sabía de sus fastuosas peripecias de hombre huidizo, casi gaseoso, elegantemente furtivo. Todo lo que de él se contaba era de una extrañeza específica, de una épica delicada, como si en cualquier momento aquel hombre aún invisible fuese capaz de diluirse con el primer golpe de aire. Pedimos cervezas para la espera. Y a la hora convenida, en lo alto de las escaleras que desembocaban en el comedor, apareció un tipo con hechuras de alfil, vestido de negro en plan tiniebla, con las gafas repintadas de típex desde la montura a los cristales, dejando en las lentes dos agujeritos por los que mirar. Agarraba una bolsa diminuta y elegante de Chanel con la pinza que hacen el pulgar y el índice de la mano derecha, como si en cualquier momento la fuese a dejar caer con esa apatía risueña que exudan algunos ejemplares muy sofisticados.

Era Adolfo Arrieta, el más duende de los duendes del cine underground. El autor de películas imposibles. El faro de costa de una generación de realizadores de fina neurosis a los que el triunfo les pareció siempre una vulgaridad. Aquellos que hicieron de la derrota la gran reserva de su gesto intelectual. Era Adolfo Arrieta descendiendo los peldaños del restaurante de medio pelo como Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses, afectadísimo, tímido y teatral. Los amigos le llamaban Udolfi. Llegó hasta la mesa con esa certeza de los mudos lúcidos que van despistadísimos por la vida. Tomó asiento y se sacó un instante las gafas calafateadas. Echó una ráfaga de vaho en los dos agujeritos libres de pintura. Los limpió con una servilleta de tela fatigada. Se acopló de nuevo las gafas. Abrió la minúscula bolsita de Chanel. Extrajo un Marlboro. «¿Fuego, por favor?». Con el humo de la primera calada hizo tres circulitos flotantes –uno para cada comensal– estrechando el hocico como un caniche en celo. Y una vez concluida la función de anillar el aire apagó el pitillo: «Hola, soy Udolfi, ¿y tú?».

Arrieta gasta una sonrisa de loquito que ha encontrado en el cine su juguete preferido. Comenzó a filmar cosas raras a mediados de los años 60. Entonces abandonó la pintura y se echó a las cámaras y a los rollos de 16 milímetros. Su primer artefacto audiovisual fue El crimen de la pirindola (1965). Y Cahiers du Cinéma, la más pedante y (entonces) vaticana publicación cinéfila, se descolgó afirmando que era «el acta de nacimiento de un nuevo cine libre en España». Luego llegaron otras piezas como Imitación del ángel (1966), Le jouet criminel (1969), Las intrigas de Sylvia Couski (1974), Tam Tam (1976), Delirios de amor (1989), Merlín (1990) y la última de la que sé hasta ahora, Vacanza permanente (2006). Hay en todas ellas algo que franquea las escotillas de la lógica, como si el director se liberara de la realidad para llegar más al fondo de algún sueño. Un sueño donde habitan unicornios y travestis, hombres rana y presagios de locura, de gracia y de sanísima extrañeza.

Adolfo Arrieta ya no es Udolfi. Ahora es Adolpho Arrietta. Nació en Madrid en 1942. Era, junto a Iván Zulueta, el gran mirlo blanco del underground español. A finales de los 60 una nueva tribu con ansias refrigeradas empezó a agolparse en garitos de noche que tenían por única ventilación el ventanuco del baño. Algo empezaba a estallar en todas direcciones. Fuera de aquel sopistant noctámbulo, Madrid de día era un territorio de ánimo chato y absurdo donde el subconsciente de este artista no encontraba la postura. Cambió a París en lo que llama «mi exilio voluntario». Su trabajo allí sumaba cómplices. Asistió al gran teatro del mundo que fue Mayo del 68 desde la ventana de una habitación del Hotel des Pyrenées. Fue inquilino de la inflexible casera Marguerite Duras y en esos días al trote forjó amistad con Enrique Vila-Matas, que andaba también huyendo de la escritora cada día primero del mes. Y se vinculó a Jean Marais –amante de Cocteau–, igual que cenaba cada semana con Françoise Sagan. Allí fundó también el Frente de Liberación Homosexual, caladero para el casting de sus películas, que tuvieron principalmente un protagonista: Javier Grandes (tío de la novelista Almudena Grandes).

Arrietta vive de lo imposible, fiel a esa nítida radicalidad de los perdedores que saben ser pobres como sabrían ser potentados. Es una cuestión de elegancia y autenticidad la de saber sobrevolar cualquier riesgo. La fortuna de este hombre es la fértil libertad que ha cultivado y ese exotismo mundano y sutil que lo convierten casi en un aforismo para la minoría.

En Autobiografía del fracaso, Luis Antonio de Villena traza el mejor perfil del artista: «Udolfi tiene una memoria transgresiva, como si –muy al final– la vida sólo fuera mente. Sabe que el ideal no está en ser cosmopolita, sino siempre extranjero». Y da igual ya en París que en Madrid. «Para mí, España es una ilusión, una ilusión embustera. Una invención de los medios. No ha habido ninguna superación, ningún milagro. Es una mierda invivible para cualquiera que quiera hacer arte», le dijo en una entrevista a Filippo Lubrano.

En la última década, los ciclos sobre la filmografía de Adolpho Arrietta se han repetido en Francia, en Italia y, más tímidamente, por aquí. En 2008 proyectaron en el cineclub La Enana Marrón algunas de sus películas más significativas. Su cine, sin embargo, sigue siendo una rareza casi catacumbal. Este creador merece mayor atención, un trato más delicado. Estos días pregunté por ahí y me dieron un teléfono móvil. Pero nadie sabe exactamente dónde está. Esas incalculables desapariciones forman parte de la genética gatuna de Arrietta. Siempre ajeno y lejano, en cualquier parte, como apuntó Villena.

Aquel día en que nos conocimos pidió de primero una sopa y después algún pescado. Sonreía suavemente sin la necesidad de hablar demasiado. A ratos bajaba la cabeza y cuando menos lo esperabas emergía a la conversación como recién salido de un batiscafo, con las gafas pintadas de típex y dos agujeritos en las lentes para ver sólo lo que está al frente. Lo mejor llegó en los postres. El camarero le recitó dos veces de memoria una extensa carta de flanes, cuajadas y sorbetes. La atención de Arrietta era máxima. Y generó cierta expectación por saber qué escogería. Tras un silencio largo, apretó el hocico de caniche en celo, miró al camarero desde el fondo de sus gafas imposibles y, al fin, eligió con la voz queda y suave: «Una Mahou, por favor». Hace más de 10 años de todo esto.

Mañana:

Mary Kom