Despido libre

HAN PASADO setenta y dos años desde que Erich Fromm escribió El miedo a la libertad. Forman parte del colectivo de los paralizados por él la izquierda, plural o singular que sea, los sindicatos o Uniones Generales de Triperos y la socialdemocracia, ese club de intercambios ideológicos en el que caben, bien apretaditos, los del PSOE, los del PP y cuantos aún esgrimen la desteñida bandera del Estado de Bienestar y Esclavitud. Sí, sí, esclavitud... La del trabajo fijo, ese grillete puesto en los tobillos de quienes lo ansían. Juan Rosell, con un par (el del sentido común), acaba de dejar una estocada hasta los gavilanes en el hoyo de las agujas de la legislación laboral. Propone que se fomenten los contratos temporales en detrimento de los que nos han llevado a la ruina, y todo quisque, en el Gobierno y en la oposición, se hace cruces. Normal. El caciquismo y paternalismo del Antiguo Régimen se ha convertido en el abyecto clientelismo de la democracia entendida a la española. Repartiría yo entre nuestros políticos La rebelión de Atlas, de Ayn Rand, el primer volumen de Los enemigos del comercio, de Antonio Escohotado –pronto aparecerá el segundo– y todos los capítulos de la serie Mad men. El autor de la Historia de las drogas decía el martes en este periódico que hay dos clases de miedo a la libertad: el que sentimos hacia nosotros mismos y el que el prójimo nos inspira. Mismidad, la del primero, que nos lleva al prohibicionismo de los psicotrópicos y del éxtasis, y alteridad, la del segundo, que conduce al intervencionismo económico, entre otros errores y horrores. Mad men nos ha acostumbrado a las escenas en las que el jefe comunica a uno de sus empleados que está despedido y el cesante agarra sin rechistar una caja de cartón, mete en ella sus efectos personales y se va, tan pancho, a la puta rúe, pues sabe que gracias al sistema de despido libre encontrará acomodo a la vuelta de la esquina. En Japón apenas hay paro. ¿Por qué será? En Estados Unidos, tampoco. Misma pregunta. En España, ya saben. Seamos, por favor, caritativos con los trabajadores que están, de momento, en nómina y con quienes hilan el copo de su forzosa (y, a menudo, fingida) holganza en las inútiles colas del INEM. Tratemos a los unos y a los otros con justicia. Sustituyamos la fijeza por la temporalidad y la esclavitud por la libertad. Llamemos a las cosas por su nombre. ¿Quién teme al que sirve de título a esta columna?